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Discurso del presidente Arturo Frondizi transmitido por radio y televisión, el 22 de febrero de 1962.

Reanudo hoy mi diálogo con el pueblo. Insisto en calificar estas conversaciones de “diálogo” aunque sea sólo mi persona la que aparece en la pantalla y mi voz la que se escucha. Los interlocutores existen y dialogan con el gobierno diariamente desde las columnas de una prensa libre, desde las tribunas de los partido políticos, desde los recintos legislativos y desde el seno le cada hogar argentino.

Es un síntoma de vitalidad democrática esta preocupa­ción del pueblo por la cosa pública y esta vigilancia activa y constante que se ejerce sobre la conducta de los go­bernantes. A mí me satisface profundamente este control y no podría gobernar si dicho control no existiera.

Estoy constantemente infamado de las reacciones y opi­niones de la ciudadanía. Lo primero que hago por la mañana es leer los diarios y por la noche sintonizar con frecuencia las mesas redon­das y las entrevistas que la radio y la televisión dedican a la discusión de los grandes problemas nacionales. Esta es la voz de la opinión pública, el interlocutor múl­tiple y variado, que se escuda a diario.

Como gobernante he recogido muchas veces las obser­vaciones y sugestiones constructivas de los críticos. Me he rectificado cuando las conceptué justas y he ad­mitido que nadie es infalible, y menos el gobierno de un país que se transforma velozmente y que está haciendo una nueva experiencia en su historia.

Diálogo con la oposición

Pero hay otro género de crítica que sólo se expresa en palabras, en conceptos generales de extrema y deliberada vaguedad. Y a esta crítica de gobernante no puede contestar sino con refutaciones como las que intento hacer aquí. Estoy pues dialogando con mis críticos, que han ini­ciado este diálogo desde sus órganos de expresión.

Sería injusto negar al gobernante el derecho de respon­derles, pues la democracia es una calle de doble mano, por la que circula con el mismo derecho, el gobierno y la oposición. Si sólo pudiera circular el gobierno estaríamos sufriendo una dictadura. Si sólo pudiera circular la oposición estaríamos sumidos en la anarquía. El equilibrio de la libertad consiste en la sabia conviven­cia de ambos términos y en pie de igualdad.

Las formas de la democracia

Las formas de una democracia adulta son muy simples y de vigencia universal: el pueblo elige a sus gobernantes, estos gobiernan conforme a una Constitución y dentro del mecanismo de la división de poderes, y garantizan al pue­blo todas las libertades constitucionales de criticar, acusar y remover a los malos funcionarios y al propio presidente de la Nación. Dentro de una democracia, la oposición tiene una función irrenunciable de control. El gobierno tiene la obligación de ampararla y respe­tarla. Incluso, aunque no esté obligado jurídicamente a ha­cerlo, puede el gobierno aceptar criterios y observaciones de la oposición, cuando se concretan adecuadamente.

Si la oposición denuncia un acto irregular del gobierno, el incumplimiento de sus deberes por parte de algún fun­cionario o cualquier hecho que comprometa la moral admi­nistrativa, el gobierno tiene el deber de investigar el cargo y de dar intervención a la justicia cuando se impute la comisión de un delito. Nuestro gobierno así lo hizo en las ocasiones en que se denunció algún hecho concreto. Se ordenó una amplia investigación del Poder Ejecutivo o del Congreso y se enviaron los antecedentes a la justicia.

Sin embargo, hay una acusación que escapa a toda com­probación material. Es la acusación que se hace en términos tan generales y ambiguos que es imposible confrontarla con los hechos. De esta acusación imprecisa quiero ocuparme hoy.

Existencia de un problema moral

Se habla de una “crisis moral” del gobierno, mejor dicho de la conducta de los hombres de gobierno. Nadie atina a definir exactamente los términos de esta crisis moral, pero se repite la frase en todas las tribunas. Resulta por lo menos curioso que, siendo tan varios los temas que comprende la llamada “crisis moral” de que hablan los severos guardianes de la ética, ninguno de ellos tenga sensibilidad para percibir la real crisis de valores morales que en escala mundial afecta a los pueblos de todas las latitudes.

La liberalización de las costumbres -por ejemplo- y la corrupción que avanza a través de ciertas formas innobles del cine, la literatura, el teatro o la televisión, preocupan profundamente a padres de familia, educadores, sacerdotes y gobernantes.

Una verdadera cruzada contra esta ola de inmoralidad, un verdadero esfuerzo por consolidar la familia, la educa­ción de los jóvenes, un verdadero esfuerzo por fomentar el buen cine y teatro, la buena literatura y los buenos progra­mas de televisión, sería realmente saludable y lograría ca­nalizar tanta energía inutilizada en el absurdo empeño de mostrar que los argentinos están siendo gobernados por un grupo de gente que carece de elemental sentido ético.

Como hombre, estoy profundamente preocupado por la crisis de valores éticos que afecta al mundo e incide sobre todos los pueblos, y como Presidente de la República me siento obligado al mayor esfuerzo en colaborar por hacer desaparecer en nuestro país las causas que puedan provocar problemas morales y sus consecuencias.

Por ello, debo señalar que sería más útil al país que la energía utilizada por nuestros críticos en ocuparse de la presunta crisis moral del gobierno y de ciertas institucio­nes fundamentales, fuera dirigida hacia los problemas mo­rales de fondo que conmueven a nuestras sociedades.

La conducta de los gobernantes

Hay muchas formas por las cuales el gobernante puede violar los principios éticos que reglan su función. En nuestra conversación anterior, hablé del “entreguismo”, o sea, el sometimiento de la economía nacional al imperialismo. Esta sería una infracción a la ética del gobernante, pues estaría entregando el control del patrimonio nacional al extranjero, traicionando los intereses de su propio país.

Creo haber demostrado el jueves pasado que en la po­lítica del petróleo y de la radicación de capitales, no sola­mente no nos hemos entregado al extranjero sino que he­mos sentado las bases de una soberanía efectiva al liberar a la nación de los monopolios ligados a la importación de combustibles y materias primas y de maquinarias que pue­den fabricarse en el país.

Otra violación a la ética administrativa sería que, en estas negociaciones con el capital internacional, el presi­dente de la Nación, sus ministros o simples particulares vinculados al gobierno practicaran como socios o comisio­nistas del contrato.

Hemos concertado convenios que significan la inversión de centenares de millones de dólares, pero nadie ha denun­ciado concretamente la menor irregularidad ni el menor en­riquecimiento de los funcionarios actuantes, aunque hu­biera sido fácil arrojar sombra sobre negociaciones de tan elevado monto.

Los contratos petroleros resultan excepcionales, no sólo por su importancia económica sino porque fueron suscrip­tos por un método también y realmente excepcional.

Por acuerdo directo y sin licitación.

La opinión pública nacional e internacional justificó el procedimiento y nadie con seriedad ha impugnado la honradez de las tratativas. En el exterior se lo ha elogiado unánimemente. Pues bien, estos contratos, que importan cientos de mi­llones de dólares, no han maculado a ningún funcionario y llevan tres años en ejecución.

Entretanto, paradójicamente; el rumor sobre negociados se vierte una y otra vez en torno de operaciones de menor cuantía. Estos rumores no se concretan en denuncias ciertas, pero persisten. Buscan lesionar el prestigio del gobierno y de los hom­bres que lo integran.

También sería una traición inmoral a los intereses y al prestigio del país, que el gobierno hubiera aceptado cual­quier compromiso político o la más insignificante claudi­cación de la soberanía nacional a cambio de la ayuda fi­nanciera proveniente de extranjero.

No solamente no se nos ha imputado tal traición, sino que desde algunas tribunas políticas y órganos de prensa se nos ha reprochado que fuéramos demasiado lejos en la defensa de la autodeterminación de nuestra política ex­terior. No se nos ha criticado por ser satélites sino por nuestra inquebrantable decisión de no serlo.

Cumple señalar a ese respecto que algunos de los que agitan el estribillo de la crisis moral del gobierno y ciertas instituciones fundamentales, son los mismos políticos que nos critican cuando nos aferramos a la suprema y funda­mental norma ética de un país soberano, o sea la de con­ducir su política internacional conforme al derecho y a los intereses históricos de la Nación Argentina y de nuestra comunidad latinoamericana.

El levantamiento de las proscripciones

Hubo un tiempo en que se nos acusaba de otra inmo­ralidad política, la de cortejar a los partidarios de un movimiento proscrito mediante la promesa de devolverle la legalidad. Ahora ya no se puede imputar mala fe al gobierno cuando se esfuerza por restaurar los derechos cívicos para toda la ciudadanía, porque no hay un solo partido o grupo de la oposición que no se haya expedido públicamente en favor del levantamiento de las proscripciones.

Pero ocurre algo muy curioso: todos están de acuerdo en que hay que terminar con las proscripciones, pero cuando el gobierno intenta instrumentar jurídicamente la igualdad de derechos cívicos, la oposición vuelve a acu­sarlo de pactar con los proscriptos. En otras palabras: es lícito declamar el fin de las pros­cripciones, pero no es moral ejecutarlo en la práctica. Habría que preguntarse, entonces, dónde están la dua­lidad y el oportunismo.

Cuando el único objetivo es desacreditar al gobierno

Todos los procedimientos son buenos para desacreditar al gobierno. Si el gobierno adjudica una obra se dice que alguien del gobierno o un amigo del presidente o del ministro tal o cual tiene interés en que se la ejecute. Si no se la adjudica, se dice que alguien del gobierno o un amigo del presidente o del ministro tal o cual tiene interés en que no se haga la obra. Si se hacen caminos se dice que es para beneficiar a los fabricantes de automotores. Si se privatiza el transporte para que sea más eficiente, se dice que se quiere liquidar al ferrocarril. Si se racionaliza y moderniza el ferrocarril, se dice que se carece de sensibilidad social para adoptar las medidas, aunque se comprueba a diario que el personal voluntaria­mente se retira, cobra importantes indemnizaciones y pasa a revistar en mejores condiciones a la actividad privada.

La única manera de no ser blanco de las críticas sería cruzarse de brazos y dejar las cosas como están. Pero nosotros preferimos que se nos critique porque hacemos cosas.

Crisis del rumor

La supuesta “crisis moral” se apoya en el rumor y quie­nes lo defienden tienen vieja experiencia en su manejo. El procedimiento les ha dado resultado tantas veces que no reparan en que ahora se mueven ante nuevas condi­ciones.

El rumor pudo prosperar creando enfrentamientos que concluyeran en crisis, cuando estos enfrentamientos esta­ban ya contenidos en el proceso. Pero el rumor no puede hacer mella cuando ataca una obra que comprende y unifica a todos los sectores sociales de la comunidad. Este es nuestro caso y lo digo sin jactancia, puesto que se trata de un hecho.

Petróleo, siderurgia, caninos, petroquímica, son térmi­nos que unifican en su torno. Dan trabajo al obrero, perspectiva de crecimiento al em­presario, ensanchan mercados para el agro, promueven el crecimiento económico de todas las regiones. Cuando se dan estas condiciones, la democracia se hace más auténtica y profunda.

Cuando el pueblo gobierna

No es la primera vez en nuestra historia política que se utiliza este cargo ambiguo de crisis moral. Se lo esgrime cada vez que gobiernan partidos y hombres elegidos por la mayoría auténtica del pueblo. En cambio, jamás se ha habló de la crisis moral dé los gobiernos del fraude. Como radical, no puedo olvidar la sistemática campaña de difamación contra Hipólito Yrigoyen, en sus dos gobiernos.

Este extraordinario caudillo popular, que murió en la pobreza y vivió una existencia austera, fue atacado sin pie­dad y en todos los tonos. También se habló de corrupción y negociados y, con el lema de la “crisis moral”, se instrumentó un movimiento que derrocó al gobierno constitucional en 1930.

Partidos políticos de todas las tendencias, desde la ex­trema izquierda hasta la extrema derecha, estudiantes, pro­fesores y militares, fueron arrastrados a promover la quie­bra del orden institucional, precedente nefasto del cual no se ha repuesto aún la nación. Desde entonces, y durante quince años, se sucedieron gobiernos de facto y gobiernos fraudulentos y minoritarios. Ninguno de ellos fue acusado de corrupción por los que derrocaron o contribuyeron a derrocar a Yrigoyen.

Yrigoyen significaba la conquista del poder político por el pueblo. Significaba el avance del país hacia una democracia efec­tiva, de contenido social y popular. Este avance no convenía a ciertos intereses que, dentro y fuera del gobierno, pretendían mantener el control po­lítico de la oligarquía bajo la apariencia de la democracia.

El pueblo apoyaba a Yrigoyen y votó por él, incluso a los pocos meses de su caída. Entonces había que reemplazar al gobierno del pueblo por un gobierno de fuerza. Y la fuerza se pondría en movimiento solamente sí se lograba desacreditar suficientemente al gobierno popular. Cuando se comprobó que el pueblo seguía fiel a sus le­gítimos representantes, no se vaciló en desacreditar al pro­pio pueblo. Se habló entonces del gobierno de la “chusma”. Es decir, se sustentó entonces la teoría de que el pueblo necesita ser tutelado porque no sabe usar de sus derechos. Así se justifican los llamados despotismos ilustrados, así se burla, en la práctica, la tan decantada soberanía popular.

La historia se repite

Recuerdo este antecedente porque el proceso argentino hacia la plena vida democrática es uno solo. Las luchas del pueblo por su emancipación y su bienes­tar se reproducen a lo largo de la historia. También se repiten los métodos para calumniar y sofo­car al pueblo.

Sé perfectamente que la injuria y la calumnia contra nuestro gobierno y contra algunas instituciones fundamen­tales del país, no hacen mella en el pueblo. Su experiencia histórica y su conciencia nacional le pre­vienen debidamente contra la intriga.

Descubre en los censores de la supuesta crisis moral del gobierno a los que se oponen al desarrollo nacional, a la legalidad para todos los argentinos, a la paz social, a una democracia auténtica y sin tutores. Tampoco conmueve esta campaña nuestro ánimo de go­bernantes y de ciudadanos. Somos viejos hombres de lucha y, por serlo, sabemos que los hombres son efímeros y que lo único permanente e invencible es la marcha de la nación hacia su porvenir.

La intriga irá en aumento

Pero considero un deber prevenir a los jóvenes, a la gente de auténtica buena fe, a los patriotas a quienes pre­ocupa la salud moral de su país, porque esta campaña de acusaciones diluidas, de intriga menuda y descrédito contra el gobierno e instituciones del pueblo irá en aumento. Irá en aumento a medida que se logren los objetivos na­cionales de la legalidad y el desarrollo. Irá en aumento a medida que el pueblo vuelva la espalda a los políticos de la conspiración y de la violencia y se vuel­que al ejercicio pacífico de sus derechos ciudadanos.

Cuando el pueblo se exprese masivamente y sin restric­ciones en las urnas y ratifique el mandato que ha conferido a sus representantes, cuando sea evidente que el pueblo argentino apoya los planes de recuperación democrática, de desarrollo económico y de bienestar social, la campaña ya no será dirigida solamente contra el gobierno. Se dirá que el gobierno ha corrompido a todo el pueblo y que no queda otra solución que la dictadura.

Felizmente el pueblo conoce el juego.

Y los sectores fundamentales de la sociedad, los produc­tores y empresarios, los trabajadores, las Fuerzas Armadas y la Iglesia, así como los que, desde el exterior confían y creen en nuestro país, comprueban la falacia de la llamada “crisis moral”. Comprueban que el pueblo está consagrado a trabajar en paz. Que nunca han sido más pacíficas y razonables las rela­ciones entre el capital y el trabajo. Que el nivel de las costumbres y de las relaciones huma­nas es sensiblemente superior al de otras sociedades más antiguas y poderosas que la nuestra. Que la influencia espiritual de la Iglesia mantiene incó­lume la cohesión de la familia y la paz social, hasta el punto de que los sindicatos recurren a la mediación de la alta jerarquía eclesiástica para la solución de difíciles con­flictos.

Comprueban que existe la más amplia libertad de ex­presión y de sufragio. Que el gobierno escucha y contesta a sus oponentes y no vacila en sacrificar supuestas ventajas electorales cuando adopta medidas de saneamiento económico que pueden provocar reacciones populares, como en el caso de la racio­nalización de la administración pública y de los servicios ferroviarios.

Cuando un pueblo trabaja con fe y esperanza

Éste es el clima de orden y de convivencia en el cual los argentinos libran su histórica batalla contra el estan­camiento y la pobreza. Éste es el clima de optimismo patriótico, de nobles sa­crificios por el bien común, que quieren perturbar los in­ventores de la “crisis moral”.

A su consejo pesimista y escéptico, el pueblo argentino responde con las grandes conquistas espirituales y mate­riales que ha tenido con su sacrificio: responde con el afianzamiento de la democracia, con la libertad sindical, can la liberta de enseñanza, con las chimeneas de las nuevas usinas y fábricas, con las nuevas carreteras y oleo­ductos; con el petróleo y el gas que empezamos a exportar a América y Europa.

El pueblo argentino no se siente en crisis, ni está desa­lentado ni confundido. Advierte, sin embargo, la angustia y la crisis de quienes no confían en el pueblo y temen a sus pronunciamientos democráticos. Ésta es la verdadera crisis moral de la que tenemos que preservarnos los argentinos.

Arturo Frondizi


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