Cuando conocí a Arturo Frondizi, en algún impreciso momento de 1946, tuve la impresión de que era un personaje notable. Después, al tratarlo más íntimamente (estoy hablando de los años inmediatamente anteriores a la caída de Perón) me ganó la certeza de que se estaba convirtiendo en un líder de características excepcionales. Y después de 1955, cuando encabezaba una franja amplia del radicalismo y conquistó la candidatura presidencial, no tuve duda que en lo que iba del siglo, el país no había contado con político tan completo como él.

Ese hombre, que todavía no había cumplido 50 años. Era, sin duda, un tipo superior, pero además, distinto a la fauna de los políticos de la época. No intentaba seducir ni halagar. Era de trato seco y preciso, sin palabras innecesarias. Se tuteaba con muy pocos, no prodigaba abrazos y aun a la gente que trabajaba a su lado llamaba por su apellido, nunca por su nombre de pila y menos por su sobrenombre. Alto, delgado, con esos anteojos que le daban un aire de “scholar”, estaba al tanto de todo, manejaba las informaciones más disimiles y conocía tan bien las internas del gobierno de la Revolución Libertadora como lo que ocurría en el más remoto comité partidario, además de las cifras de producción de petróleo y los logros o fracasos de la democracia cristiana en Italia.

Su oratoria proponía un estilo nuevo en los usos políticos argentinos, con su bella voz abaritonada y su impecable dicción, sin efectismo y prescindiendo de los recursos retóricos a los que se apegaban, en general, los dirigentes radicales. No ocultaba su ambición, pero la motorizaba sobre un pensamiento coherente y lógico que vertebraba su estrategia: restablecer la democracia con inclusión del peronismo, lanzar al país por el camino del desarrollo, no desdeñar ningún apoyo y dejar de lado los slogans que durante muchos años habían bloqueado el acceso de la Argentina a los bienes que hacían posibles los tiempos contemporáneos. Este pensamiento, lo fue transmitiendo a sus seguidores, que así pudieron contar con una formidable plataforma ideológica. Por eso, la consigna de la UCRI en la campaña electoral para constituyentes  (1957) y la presidencial (1958) fue “Frondizi y el Programa”

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Pero sucedía que, al mismo tiempo, Frondizi ya no creía en el Programa. Tenía razón. La Declaración de Avellaneda (1945) sobre la cual se había elaborado el programa partidario, era utópica y ya anacrónica. Había sido la expresión de un ideario teñido de los aportes del laborismo británico de posguerra y sobre todo, de las lecciones de Harold Laski. Había servido para unir a los núcleos radicales que luchaban contra los herederos de la conducción alvearista y fue apto para mantener la tensión del radicalismo frente a Perón. Pero ya no servía. ¿Cómo seguir manteniendo eso de la “reforma agraria inmediata y profunda”, si lo que necesitaba el campo, después de la caída de Perón, era el estímulo a su producción, la tecnificación de sus explotaciones, la capitalización y optimización de sus cosechas y rodeos? ¿Cómo sostener la cogestión en las fábricas cuando la industria precisaba de capitales extranjeros para posibilitar la producción de grandes insumos como el acero, la petroquímica, y sobre todo, el petróleo?

¿Podría YPF por sí misma crear el autoabastecimiento de hidrocarburos cuando lo que precisaba  con urgencia era cerrar el drenaje de las divisas que le costaba la importación de combustibles? ¿Podría mantener la neutralidad yrigoyenista cuando al guerra fría ya se entibiaba y dejaba paso a la coexistencia pacífica?

Desde la oposición, Frondizi había sostenido fervorosamente el Programa, y lo había sellado en el espiritu opositor de los suyos. Esto es explicable porque bajo Perón, los opositores no tenían el menor acceso a las fuentes de información del Estado. Después de 1955, a través de sus analistas y especialistas en diversos campos, Frondizi encontró una realidad diferente a la que había imaginado en sus tiempos del “Bloque de los 44”. Entonces advirtió las falencias del Programa, pero era imposible cambiarlo: hubiera sido suicida. Entre 1956 y 1957 se limitó a emitir algunas señales débiles para comunicar a los demás advertidos de sus allegados la mutación de su pensamiento, pero no pudo llegar más allá. Fue así como sus grandes campañas transitaron dentro de un íntimo drama de sinceridad, que a veces lo llevó a forzar sus argumentos para convencer, sobre todo a los grupos juveniles que lo apoyaban que sus objetivos seguían siendo los mismos, lo cual era verdad, aunque su instrumentación tuviera que variar.

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Hablando con Frondizi después de su derrocamiento, le pregunté cual había sido su error más grande durante su gobierno. Aceptarlo– me contesto sin vacilar. Era cierto porque los condicionamientos que lo asediaban habían sido tan fuertes que acaso lo más sensato hubiera sido rechazar el poder que la Revolución Libertadora le entregaba de mala gana y jurando vigilar sus pasos. Pero la política se hacer para ganar y Frondizi seguramente pensaba que, aún con un poder retaceado, la larga podía ganar la partida.

Pero uno de esos condicionamientos no lo imponía el gobierno de facto saliente ni los factores de poder vigentes ni los intereses que temían quedar lastimados por su gestión: lo constituía ese inevitable doble discurso con el que llegaba a la presidencia. Presionado espiritualmente por este desfasaje, tuvo que afrontar las furiosa reacciones por los contratos petroleros, los alborotos de “laica o libre”, los embates provocados por el abandono de los controles económicos y financieros, la toma del Frigorífico Lisando de la Torre y, más adelante, el sapo de la designación de Alsogaray.

El nuevo discurso de Frondizi aparejaba estas y otra broncas, pero el presidente tenía la seguridad de que el éxito de sus políticas, blanquearía, al fin y al postre, sus contradicciones. Por de pronto, hay que decirlo, salvo unas pocas deserciones, contó con el apoyo de su partido: aún a contrecoeur, casi todos sus dirigentes siguieron a su lado, confiando en su patriotismo, seguros de que el viraje era indispensable, jugándose en la afirmación de cosas que eran lo contrario de lo que habían dicho tantas veces. Fue un apoyo más emotivo y amistoso que político, pero dio ánimos a Frondizi para seguir en la lucha, entre planteos militares, huelgas, sabotajes, operaciones de inteligencia esbozadas dentro mismo del poder, y la creciente hostilidad del peronismo.

Tuvo éxito, en general. Hacia 1962 Frondizi había logrado cambiar las claves de la economía, obteniendo el autoabastecimiento de petróleo, conseguido inaugurar la siderúrgica pesada, achicar el Estado, impulsar la fabricación de automotores, integrar la Patagonia, poner término a la crónica “dieta eléctrica” de Buenos Aires y resolver el problema del transporte público. En el campo internacional, a pesar de los temblores que había aparejado el caso de Cuba, había estrechado vínculos con Estados Unidos y Europa marcando la prioridad de los intereses nacionales y el derecho del país a establecer rubros donde los capitales externos podían venir. La opinión publica había entendido el sentido de estas políticas, la alternativa más inteligente dentro del sistema capitalista, y había absuelto al presidente de sus inconsecuencias iniciales.

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Pero en este abanico de logros, faltaba uno: hacer operativo uno de sus objetivos más importantes, el reingreso del peronismo al sistema democrático.

Las relaciones de Frondizi con el peronismo después de 1955 albergaban, innegablemente, un costado electoralista, pero fundamentalmente estaban animadas por su convicción de que habría paz social ni democracia estable si no se lo atraía al juego institucional. En esto, su convicción difería drásticamente del pensamiento del gobierno de la Revolución Libertadora y también del radicalismo balbinista, para quienes esa democracia renga e incompleta que proscribía a la mitad del electorado, era perfectamente aceptable.

El peronismo, que voto en blanco en las elecciones de constituyentes obteniendo la mayoría, simpatizaba con Frondizi. En vísperas de los comicios generales de marzo de 1962, algunos de sus colaboradores ordenaron activas gestiones para obtener del líder justicialista un apoyo explícito. Así se obtuvo un acuerdo que le significo al candidato desarrollista una abrumadora mayoría en las urnas. Pero ese acuerdo, el famoso “pacto”, fue una carga de plomo para el futuro presidente: irritó a las FFAA y dio a Perón una enorme relevancia. Frondizi hubiera ganado igual sin el pacto, tal vez no tan arrasadoramente, lo cual hubiera sido conveniente. La vía del pacto, en cambio, erosionó gravemente a su gobierno, porque las exigencias de Perón eran incumplibles. El líder justicialista, que se sentía patrón de los votos mayoritarios, y lo era, se colocó de inmediato en una actitud de hostilidad y agresión contra Frondizi. No le bastó la ley de amnistía, ni la ley de asociaciones profesionales, ni la entrega de la CGT a los trabajadores: exigía más y más, porque quería dar por tierra con su gobierno. Y Frondizi tenía que caminar por el estrecho desfiladero de una durísima oposición peronista y una desconfianza permanente de las Fuerzas Armadas.

En 1959, desde su exilio, Perón publicó el supuesto texto del pacto, avalado al parecer por la firma de Frondizi; éste negó enfáticamente haberlo suscripto, pero la percepción de la opinión pública tendió a no créelo y su imagen se devaluó aún más: lo que años después sería común y corriente, una alianza entre partidarios, fue presentado como una inmoralidad flagrante, un acto de maquiavelismo intolerable. A partir de ese momento, Perón instruyó a los suyos para que emplearan el sabotaje y la violencia. Sin embargo, Frondizi no cejaba en su empeño de dar al movimiento proscripto la oportunidad de integrarse a la legalidad.

Este anhelo podría concretarse en marzo de 1962, cuando se renovaron gobernadores y diputados en un comicio crucial. El gobierno desarrollista dio luz verde para que el peronismo se presentara libremente: hay que señalar que todos los partidos políticos incluso el propio Aramburu se habían pronunciado anteriormente por el levantamiento de las proscripciones, aunque la sinceridad de estos pronunciamientos era muy dudosa.

De todos modos, Perón aprovecho la virtual legalización de su partido para pilotear una campaña que desde su comienzo fue una provocación, incluyendo su propio nombre en la formula gobernativa para la provincia de Buenos Aires y llevando adelante un envite agresivo, deslenguado, amenazante, cuyos desbordes erizaron a las Fuerzas Armadas.

El resultado electoral del 18 de marzo, sin embargo, no fue demasiado malo para Frondizi. Su partido triunfó en distritos importantes, algunos partidos opositores capturaron otros; la mayoría oficialista seguía prevaleciendo en el Congreso. El problema era la provincia de Buenos Aires, donde había triunfado el peronismo a pesar de la excelente elección de la UCRI. Y esto puso en marcha todos los motores del golpismo. No se tuvo en cuenta que los resultados electorales abrían el juego a una democracia amplia y compartida. Se presentó el triunfo peronista en la Provincia como el comienzo del caos, silenciando el hecho de que el futuro gobernador estaría acotado por una Legislatura que no dominaba, una Fiscalía de Estado independiente y una prensa libre, además de la Vigilancia de la Constitución encargada al poder nacional.

Nada se tuvo en cuenta en la ola de irracionalidad que arrastró a las FFAA y a buena parte de la opinión pública. Se montó un operativo psicológico como jamás se había visto: Frondizi comunista. Frondizi entregado al peronismo. Frondizi maquiavélico. Frondizi agente de Fidel Castro. Todos los sectores que acariciaban rencores, contra el presidente fueron cómplices pasivos, desde la izquierda hasta los radicales, que pese a la tradición legalista no dijeron una sola palabra contra el golpe.  Hasta Aramburu, convertido en árbitro de la situación, prefirió plegarse a los motineros.

Por su parte, Frondizi aceptó todo para salvar la legalidad: se desprendió de lastres, intervino provincias donde el peronismo triunfó, cambio su gabinete, aceptó un plan que mediatizaba su poder. Consintió todo con tal de savlar la vigencia de la Constitución. No se trataba sólo de su innato apego a la legalidad: estaba cierto que si conseguía capear este temporal, al finalizar su periodo podría viabilizar una salida nacional. Pero las usinas del golpe no ignoraban esto: si no lo volteaban ahora, no lo voltearían nunca.

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Catorce diás después de las elecciones fue detenido y trasladado a la isla Martín García. Cuando el pequeño avión despegó del Aeroparque llevando a ese hombre exhausto y demacrado pero entero, una experiencia histórica y prometedora se había clausurado para siempre.

Unas pocas cifras dan idea de la magnitud de la transformación del país durante los cuatro atormentados años de la presidencia de Frondizi.

En tres años, la producción de petróleo y gas natural aumentó un 150% y se logró sobradamente el autoabastecimiento. El consumo de acero por habitantes saltó de 94ks (1958) a 115 (1961). La producción de cemento aumentó 20% entre 1959 y 1961. La red vial se incrementó 10000 km. La producción industrial aumentó  10% entre 1959 y 1961, cifra nunca alcanzada antes. En 1958 se fabricaron 10000 tractores y en 1961 25000. En 1961 salieron de las plantas unos 100000 automotores. Entre 1958 y 1961 se invirtieron 450 millones de dólares. En 1961 la administración central registraba superávit y 250000 empleados públicos habían renunciado voluntariamente para ingresar en la actividad privada. No había desocupación ni inflación, el costo de vida era estable y nuestra moneda tenía un valor fijo. ¡Parece mentira que esta pacífica gente haya sido descabezada por un golpe militar, ante la pasividad de la ciudadanía!

Estas y otras cifras similares son definitivas en su significación, pero pueden dar una visión sesgada de la Argentina que construyó Frondizi. Porque lo más importante fue el cambio de mentalidad que promovió en la sociedad de su tiempo. Enseño a mirar mejor la realidad, a pensar en grandes cosas. Se puso pro encima de rencillas pequeñas, llamó a todos los hombres que podían ser útiles prescindiendo de sus orígenes políticos. No atacó nunca a sus enemigos, adoptó una actitud personal en la que no cabía el odio o el resentimiento. Abdicó del pensamiento que había sostenido cuando cayó en cuenta que no servía, y se dispuso a pagar el costo de esta patriótica inconsecuencia. Acaso su mayor gabela fue la de ser un adelantado a su época, pues un estadista, si no se coloca en su justo tiempo, puede fracasar, como le pasó a Rivadavia que cayó envuelto en sus propias utopías o peor aún, si se aferra a la realidad y la considera intocable (“la realidad es la única verdad”) se puede convertir, como Rosas, en un conservador sin concesiones. Cuando llegó al gobierno, el país estaba maniatado por prejuicioso ideológicos y anteojeras deformantes: el petróleo era sagrado, la neutralidad internacional era intocable, hacer una industria pesada era impensable, brindar al peronismo un espacio político era una traición. Frondizi rompió  estos y otros tabúes: no siempre triunfó, pero más adelante, el camino que había iniciado se fue recorriendo por otros. Este fue un triunfo.

Acumulo muchos odios: de los peronistas, que se consideraban defraudados después de haberle arrimado todos sus votos, de los radicales, que creían que les habían robado una candidatura que les pertenecía, de la izquierda, porque los antecedentes progresistas de Frondizi les hicieron creer que gobernaría con sus ideas, de los nacionalistas por lo del petróleo, de los universitarios reformistas por la enseñanza libre, de los militares por tolerancia al peronismo… y así podría seguir una lista interminable. Este descendiente de umbrianos, negociador  nato, podría ser filoso y terminante cuando estaba en juego el interés nacional. En último análisis Frondizi fue un precursor.  Y ya se sabe que los precursores no siempre ganan: en su momento, se lo crucifica. Después, mucho después, se los honra….

Este es el Frondizi que hoy honramos y en cuyo recuerdo se ha confeccionado el libro que tengo el honor de prologar. Nos interesa el Frondizi refulgente de 1958/1962, no tanto el de años posteriores.

Pero los que alguna vez estuvimos en sus cercanía en las horas más altas de su empresa, siempre tendremos presente su figura única, ese patriota que, contra viento y marea, peleando como un demonio para abrir paso a la Argentina que soñaba, acorralado a veces y otras veces burlando al enemigo con sus estrategias sorprendentes, sin perder jamás la calma ni la dignidad supo darnos como dijo el poeta “ojos mejores para ver la Patria”.


Fuente: Félix Luna. Prólogo del libro “Arturo Frondizi, 1428 días de desarrollo en democracia”, editado por la Fundación Centro de Estudios Presidente Arturo Frondizi. 2001 Buenos Aires.

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