Frigerio
Rogelio Frigerio, el padre del desarrollismo

Comparar a Aristóteles con Rogelio Frigerio parece un disparate. Tienen pocas cosas en común, pero las tienen: ambos fueron pensadores originales, estudiaron la realidad de su época y fueron traicionados en alguna medida por sus seguidores.

Aristóteles era hijo de un médico y eso lo hizo diferente. Al menos eso sostienen Marcel Prelot y Georges Lescuyer en Historia de las ideas políticas. Los académicos franceses argumentan que la profesión de su padre, tan empírica, influyó en su forma de entender el mundo. El resto de los pensadores contemporáneos estaban volcados al pensamiento reflexivo y la formulación de teorías especulativas. Aristóteles tenía un método distinto. Creía que la base del conocimiento era el estudio de la realidad y la contrastación de los hechos. Preloy y Lescuyer advierten, sin embargo, de que esto no fue comprendido por sus seguidores: “La desgracia estará en que sus sucesores, en lugar de tomar como él por punto de partida la realidad de su tiempo, utilizarán sus comprobaciones como afirmaciones dogmáticas, de las cuales sacarán deducciones lógicas, sin ver que en esa forma traicionan el profundo pensamiento del estagirita y lanzan sobre su obra el más injusto descrédito”. Algo parecido pasó con Frigerio.

El padre del desarrollismo también era un estudioso apasionado y riguroso de la realidad de su tiempo. En los Conversaciones con Rogelio Frigerio, de Fanor Díaz, Frigerio cuenta que organizaba viajes al interior con un grupo de amigos porque quería conocer el país, la idiosincrasia y los problemas de cada región. Fue un pensador revolucionario que barrió con dogmas y prejuicios muy arraigados en la intelectualidad argentina. Y desarrolló un método propio para analizar los desafíos del país. Muchos de los que hoy se consideran desarrollistas repiten mecánicamente las conclusiones de Frigerio, en vez de aplicar su método. Repiten lo que dijo Frigerio, en vez de replicar lo que hizo.

El desarrollismo se ha convertido así en un dogma, casi una religión cívica. Una religión con sus santos y profetas, con sagradas escrituras y hasta inquisidores. La persecución de los herejes se limita, es cierto, a peleas simpáticas en las redes sociales, atizadas por los supuestos custodios de la ortodoxia. En Facebook pueden leerse frases como “Frigerio ya lo dijo, no hay nada nuevo en el pensamiento económico” o muchas comenzadas con la muletilla “como ya lo anticiparon Frigerio y Frondizi”, que solo revelan el fanatismo y la pereza intelectual del que lo dice. No son argumentos. El colmo del delirio se ve cuando los censores ideológicos apelan al “nosotros”. Se entiende: nosotros, los desarrollistas. Lo plantean como si se tratara del pueblo elegido. Como si las ideas de Frigerio no fueran ya patrimonio de todos y no alcanzara con leer sus libros y tener la mente lúcida para comprenderlo.

Como en toda iglesia, hay fieles sinceramente convencidos. La gran mayoría dice y repite las ideas con buena fe. Pero no se trata de tener buenas o malas intenciones, sino de tener una lectura correcta de lo que está pasando. Pensar el mundo de hoy con categorías de hace 60 años no ayuda a comprender. Tener certezas inconmovibles en tiempos de grandes cambios e incertidumbre como el actual es ridículo. Parece obvio, pero hay dirigentes desarrollistas que no quieren aceptarlo y siguen analizando la política como si el peronismo fuera el mismo que en el 58, el concepto de desarrollo no hubiera cambiado y hasta repiten frases textuales de Frondizi y Frigerio como si explicaran lo que pasa ahora, acompañadas de expresiones del tipo “increíble su vigencia”.

El mundo actual se enfrenta a desafíos nuevos, que están interrelacionados: el cambio acelerado de la economía, el incremento de la desigualdad y la crisis de representatividad política. Los ciudadanos se perciben diferente, definen su identidad con nuevas categorías y se comunican de otra forma. Cambió la relación de los individuos con la sociedad y el poder, y las expectativas sobre la política. En el mundo de lo instantáneo, las viejas instituciones ya no conectan con los actores políticos. Y Argentina no es ajena a esto. Hablar de la alianza de clases y sectores en este contexto no tiene sentido.

En el nuevo paradigma económico el gran generador de valor es el conocimiento y las industrias relacionadas a él o intensivas en conocimiento. Cuando gobernaba Frondizi, entre las 10 empresas más valiosas del mundo había dos automotrices, una siderúrgica, una petroquímica y seis petroleras; en 2015 eran tres informáticas,  tres financieras, dos biotecnológicas y dos petroleras. Un dirigente desarrollista experimentado siempre dice una frase que lo resume muy bien: “Cuando éramos jóvenes ganábamos todos los debates: el desarrollo era promover la industria pesada. Ahora el tema es más complejo y no sabemos qué decir”. Vade retro.

La globalización avanza, pero la desigualdad pone en entredicho el modelo actual y mina la base de la democracia. El ascenso electoral del partido ultraderechista Alternativa para Alemania, el triunfo de Trump o el Brexit son expresiones de este fenómeno, que ha dado aire a los nuevos populismos. Tampoco estamos inmunizados contra esto. La desigualdad en Argentina es escandalosa y puede desestabilizar el sistema. Más aún en un contexto de cambio tecnológico que provocará modificaciones en la estructura del mercado laboral, con destrucción de viejos empleos y creación de otros que demandarán nuevas capacidades para las que la mayoría no está preparada. Tal vez el modelo de gobernanza del mundo también deba ser rediscutido.

Los riesgos son grandes; también las oportunidades. Argentina debe definir una estrategia para enfrentar estos cambios, que ya se están produciendo. ¿Qué propone el partido desarrollista —el MID— al respecto? Absolutamente nada. Es un partido sin cuadros de calado nacional ni presencia en los medios ni ideas originales. Tiene, sí, algunos dirigentes con anclaje territorial. Y algún que otro vocero en las redes sociales que hace críticas superficiales sobre la política nacional, leído por pocos y aplaudido solo por los fanáticos.

Han existido intentos meritorios por enriquecer el debate. El libro La Argentina y la segunda muerte de Aristóteles, de Carlos Zaffore, es un ejemplo. Pero fue escrito hace 15 años y es una análisis insuficiente. Eduardo Ferrari del Sel critica en la entrevista de Visión Desarrollista: “Los políticos argentinos no estudian los problemas nacionales”. Hoy podríamos añadir que, salvo honrosas excepciones, los desarrollistas tampoco lo hacen.

El desarrollismo tiene que salir de la Edad Media. Si no como partido, al menos como propuesta política. Y hay un contexto favorable para su renacimiento. El primer paso es dudar y volver a pensar la realidad actual. El país no necesita fanáticos que se autodenominen desarrollistas, sino dirigentes que entiendan qué es lo que pasa y encuentren soluciones.


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