El libro azul y blanco de Rogelio Frigerio se publicó en 1962 para responder a las acusaciones de corrupción que pesaban sobre el gobierno de Arturo Frondizi y que finalmente se demostró que no tenían fundamento.
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Con este libro respondemos a una infamia, a una fabulosa calumnia, perfectamente organizada y difundida por los inspiradores y autores del golpe de Estado que depuso al gobierno constitucional argentino el 29 de marzo de 1962.
El golpe tuvo un propósito declarado y otro oculto: el primero fue invalidar el pronunciamiento democrático de los comicios en que triunfaron las fuerzas populares representadas por la UCRI y el Justicialismo. El segundo fue detener y revertir el proceso de legalidad, desarrollo económico y paz social que se estaba cumpliendo al amparo del gobierno de Frondizi y cuya inminente culminación significaría la derrota definitiva de los intereses ligados a la estructura colonial de nuestra economía.
Los triunfos electorales masivos de la UCRI y del Justicialismo correspondían exactamente a esa transformación irreversible de la sociedad argentina. El proceso político y el proceso económico-social convergían en la victoria sobre el subdesarrollo y la dependencia del país, a punto de lograrse en plenitud. El pueblo argentino estaba consolidando su liberación y ello se expresaba en las urnas y en los grandes triunfos del petróleo, la siderurgia, la petroquímica, la energía, las comunicaciones y el transporte. Solamente la fuerza arbitraria, el alzamiento contra la Constitución y la soberanía popular, podían interrumpir ese proceso; nada más interrumpirlo, pues la tendencia histórica es indestructible.
Sin embargo, los inspiradores y responsables de ese crimen contra la Nación no se atreven a reconocer públicamente sus intenciones. No pueden hacerlo porque serían repudiados incluso por quienes han sido, y siguen siendo, instrumentos pasivos del atentado de lesa patria.
No pueden confesar que han destituido y capturado al presidente elegido por el pueblo, para servir a intereses foráneos y criollos de la antinación, para burlar la voluntad ciudadana, para hacer una caricatura y una farsa del principio esencial de la democracia, que es el gobierno de la mayoría, para destruir el movimiento obrero, para arruinar la industria nacional, para provocar la desocupación en masa y condenar al pueblo a la miseria.
Esto puede hacerse y se está haciendo, ante el aplauso de los órganos de opinión que responden a los intereses antinacionales, y ante la pasividad, el conformismo y la complicidad más o menos vergonzante de sectores que, históricamente, debieran sublevarse contra esta negación absoluta de nuestra soberanía y esta frustración del destino nacional.
Todo esto y mucho más puede hacerse, pero no decirse. Entonces se recurre a un expediente, viejo como el mundo, pero siempre eficaz. Consiste en desfigurar la realidad, en mentir, calumniar, inventar negociados y en buscar un chivo emisario. Hay que hacer creer a los idiotas útiles de la conspiración que el presidente Frondizi no fue depuesto porque estaba conduciendo a la Nación a la conquista de sus trascendentales objetivos históricos, sino porque apañaba a una banda de negociantes y de ideólogos comunistas y fascistas que arrastraban al país al caos y a la disgregación. Esta técnica primaria y burda ha sido usada por todos los aventureros de la violencia política, en todas partes. Entre nosotros lo usó la oligarquía reiteradamente, a partir de la vigencia del voto universal y secreto, para justificar sus atentados y motines contra la legalidad constitucional y la soberanía popular. En casi medio siglo de ejercicio de la democracia popular en la Argentina, el pueblo logró imponer sus candidatos en varias ocasiones, desafiando la coalición de partidos minoritarios. Durante largos periodos, la oligarquía pudo gobernar mediante el fraude y la violencia. Nunca se habló de negociados, de corrupción o de conspiraciones nazi-comunistas cuando gobernaban fraudulentamente las minorías, a pesar de que había sobrados motivos para ello. En cambio, la difamación organizada lograba articular a la prensa y a los partidos políticos cada vez que el pueblo conquistaba el poder. El negociado era sinónimo de gobierno popular. Dejamos esta sistemática coincidencia a la reflexión de nuestros lectores.
Hoy también es menester justificar el alzamiento contra la ley. Y hay que disfrazar los móviles reales del golpe. Para ello se contratan los servicios de un escriba anónimo, se escribe un panfleto plagado de absurdas y grotescas elucubraciones ideológicas y de calumnias a granel, se lo imprime en talleres y con papel costeados por el pueblo, y se lo distribuye con el auspicio de servicios de información oficiales, supuestamente creados para defender la soberanía nacional, pero que en al práctica se utilizan para denigrar a unos argentinos y elogiar y promover los intereses políticos de otros.
Ya está sembrada la semilla de la desinformación. En seguida, esas mentiras groseras serán glosadas en las columnas de cierta prensa dedicada a estos menesteres y, en forma más sutil e hipócrita, en los editoriales de la llamada prensa seria. Las emisoras de radio y televisión controladas o amenazadas por los golpistas repetirán el infundio. Los políticos sin votos, dóciles amanuenses de los gobiernos de facto, pedirán a gritos la cabeza de los «traficantes». Y los jefes de la sublevación contra el pueblo y sus improvisados colaboradores en el gobierno ilegal, disimularán su propio delito y su propia ineptitud con al cortina de humo de las acusaciones irresponsables.
La opinión pública argentina está siendo agraviada en estos días por una campaña de ese género. Con el agravante de que esta vez es más burda la trama de la intriga y sus armas son menos consistentes. Cuanto se dice para enlodar a un gobierno de clara ejecutoria nacional, es infantil, desprovisto de todo asomo de verosimilitud y de toda base concreta. En medio de un aluvión de palabras sobre «corrupción generalizada» y «ambiental», las denuncias concretas se han reducido a supuestas infracciones reglamentarias en la concesión de créditos y avales en el Banco de la Nación y a acusaciones de cohecho contra funcionarios menores de dos reparticiones públicas. Respecto de un gobierno que suscribió contratos por miles de millones de dólares con inversores extranjeros, que hizo arreglos igualmente millonarios en juicios tramitados por poderosas empresas internacionales, que adquirió materiales y vendió vienes por valor de otros miles de millones, todo lo que ha podido señalarse como irregular son unas pocas operaciones bancarias y el comportamiento desleal de unos cuantos empleados de contaduría que fijaban preferencias en el pago de facturas de monto insignificante. De probarse tales irregularidades —y son de fácil probanza, pues se trata de operaciones perfectamente contabilizadas— existen leyes y reglamentos administrativos para reprimir a los funcionarios que los hayan trasgredido.
Pero nada justifica la irresponsable conducta de ministros del Poder Ejecutivo que acusan al gobierno del que formaron parte de grandes negociados y general corrupción.
Estos ministros y secretarios de Estado tienen la obligación de denunciar concretamente los delitos y de explicar por qué no los denunciaron antes. El ministro de Economía que habla de corrupción ambiental es el mismo que ocupó igual cargo durante más de dos años en el gobierno que ahora denuncia. En tal carácter tuvo oportunidad de examinar la gestión realizada por sus predecesores. Recordemos que en el periodo que precedió al primer ministerio Alsogaray se suscribieron los contratos de petróleo, se hicieron los acuerdos referentes a DINIE, Bemberg, ANSEC, CADE, etcétera, y que durante el primer ministerio Alsogaray se prosiguieron algunas de esas negociaciones. En todas ellas pudieron perpetrarse actos de cohecho por centenares de miles de millones. ¿Hubo negociados? Y si los hubo, ¿qué impidió al mismo ministro investigarlos en los dos años de su gestión anterior?
¿Qué impidió al secretario de Marina hacerse eco de las acusaciones de negociado —que ya estaban en boca de todos los políticos opositores durante su gestión en el gobierno de Frondizi— antes y no después del derrocamiento del presidente?
La falta de respuesta a estas preguntas pone en evidencia la irresponsabilidad de estos acusadores y «catones» de última hora. Y la opinión pública tiene derecho a exigir que la prensa que recoge esas insidias y los políticos que lanzan acusaciones al aire, concreten sus cargos. Por lo menos que los concreten, aunque aduzcan que no pueden probarlos.
Sería importante que, al menos, se dijera en qué consistieron los supuestos negociados; cuándo y en qué ocasión se ejecutaron; quiénes intervinieron, tanto de parte del Estado como de los presuntos beneficiarios; por qué no fueron denunciados estos hechos a la Justicia y al Congreso durante el gobierno constitucional, cuando estaban abiertos todos los caminos legales para el enjuiciamiento político y criminal de los funcionarios. Si ha sido tan «generalizada» la corrupción, no sería difícil señalar, cuando menos, un par de grandes negociados, los suficientes para sembrar dudas razonables sobre la honestidad de altos jefes del gobierno y sus colaboradores más próximos. Hasta ahora nadie ha concretado un solo caso de irregularidad o de manifiesta inmoralidad en ninguna de las fundamentales decisiones económico-financieras del gobierno depuesto, aunque se ha cuestionado violentamente la conveniencia y sus apegos legales y han sido repudiados por ciertos sectores como perjudiciales para la Nación. En el Congreso se han dicho cosas tremendas contra la política del gobierno en materia petrolífera, energética, fiscal, ferroviaria, etcétera. Pero en ningún caso se sugirió que esas políticas hubieran sido determinadas por la influencia dolosa o interesada del ministro o los funcionarios intervinientes. No llegó al Congreso de la Nación ni a los tribunales denuncia alguna de personas o entidades que se hubieran considerado lesionadas, extorsionadas o postergadas por influencias ilegítimas, a pesar de que durante el gobierno constitucional se tramitaron centenares de licitaciones, convenios y concesiones por sumas millonarias. Más aún: el Ministerio de Economía y las secretarías subordinadas o conexas con dicha cartera fueron desempeñadas sucesivamente por hombres de la más diversa extracción, en su gran mayoría extraños al partido oficial y a los amigos del presidente, hombres de indiscutido prestigio y solvencia moran en los ambientes financieros e industriales del país. ¿Fueron todos estos hombres cómplices o encubridores en negociados? ¿No hubo siquiera uno entre ellos que en conocimiento de cualquier irregularidad lo denunciase y, de no ser escuchado, resignase su cargo para no complicarse con ella? ¿No hubo en cuatro años de gobierno una sola investigación de los servicios de información de cada una de las Fuerzas Armadas, que disponen de medios irrestrictos para vigilar la conducta más íntima de los funcionarios, que tuviera, si no estado público, al menos notoriedad suficiente para provocar la inmediata denuncia a cargo de los propios secretarios militares, miembros del gabinete?
Debemos convenir que de ser cierta la presente campaña sobre la «corrupción generalizada» del gobierno constitucional, los culpables operaron en medio de la más inconcebible pasividad, ceguera o complicidad tácita de varias docenas de ministros y secretarios de Estado, civiles y militares, de insobornable conducta pública y privada anterior. Se trataría de una colosal enfermedad colectiva que afligió a toda una gran familia de administradores y fiscalizadores del gobierno más abierto a la cooperación de todos los sectores y más sujeto al control de los organismos de información y de la oposición parlamentaria y periodística que se conoce en la historia de este último medio siglo de vida argentina.
¿Se concretarán ahora, contra el gobierno caído, las denuncias que no pudieron concretarse para voltearlo?
¿O se sigue utilizando la insidia gratuita, simplemente para cohonestar la manifiesta impopularidad, nacional y universal, del golpe injustificable contra la Constitución?
¿Es una muestra de mala conciencia, de complejo de culpa, que los golpistas pretendan justificarse a posteriori en momentos en que la opinión pública del país y del extranjero advierten claramente los móviles reaccionarios y liberticidas del derrocamiento de Frondizi?
¿Es un pretexto que el consejo de almirantes pone en boca de Clement y de Alsogaray para acallar las lógicas dudas de los cuadros oficiales de las tres armas, que ahora se preguntan por qué fue derrocado Frondizi y reemplazado por un gobierno antipopular y antinacional que convierte a las Fuerzas Armadas en enemigas del pueblo y de la soberanía y el progreso de su propio país?
¿Tanto se subestima la inteligencia de los civiles y militares que constituyen el pueblo argentino, cuando se utiliza la más burda calumnia para destruir el prestigio de un gobierno que en cuatro años reconquistó para la Argentina el respeto del mundo?
¿Creen los autores de los panfletos anónimos y de las acusaciones folletinescas por televisión que somos tan torpes, tan tontos e ignorantes los argentinos para no descubrir un juego tan «cantado»?
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