El 30 de octubre de 1983 es recordado como el día que se restauró la democracia en la República Argentina, cuando los ciudadanos del país pudieron volver a depositar sueños, esperanzas e ideales dentro de una urna con su voto y así restaurar un sistema de derecho y valores democráticos. El 10 de diciembre asumió el primer presidente electo en esta nueva etapa, Raúl Alfonsín
El 30 de octubre de 1983 es recordado como el día que se restauró la democracia en la República Argentina, cuando los ciudadanos del país pudieron volver a depositar sueños, esperanzas e ideales dentro de una urna con su voto y así restaurar un sistema de derecho y valores democráticos. El 10 de diciembre asumió el primer presidente electo en esta nueva etapa, Raúl Alfonsín

Las cuatro décadas que se cumplen este 10 de diciembre con la asunción a la presidencia de la Nación de Javier Milei son un motivo más que sobrado para intentar un análisis crítico y autocrítico del momento que vivimos y los desafíos inmediatos y profundos que enfrentamos los argentinos.

Admitiendo y poniendo en suspenso como procedimiento de indagación histórica las diferencias de época y condiciones locales/mundiales que existen hoy con aquella conquista institucional trascendente del 83 cabe señalar una cierta similitud en el amplio respaldo electoral a la necesidad de dar vuelta una página del devenir argentino entre ambos momentos, entre aquel comienzo y los hechos recientes.

Entonces era indispensable terminar con un oprobioso régimen de facto, una dictadura sangrienta que dañó no sólo a sus víctimas, sino que también disolvió la institucionalidad de las fuerzas armadas al convertirlas en clandestinas máquinas de matar, secuestrar y robar. Cuando su fracaso era ya inocultable, se lanzó a una aventura bélica ocupando las Islas Malvinas tras intentar hacerlo (con el oportuno freno de la intervención diplomática vaticana) con la vecina y hermana república de Chile, desatino doloroso del que resultó la perpetuación hasta hoy de la presencia militar extranjera en territorio insular argentino.

Raúl Alfonsín fue el emblema entonces, en las elecciones de 1983, para iniciar un renovado sistema de convivencia como, salvando las enormes diferencias, lo ha sido ahora elegir a Milei dejando en el camino las falsas opciones de lo que en realidad funcionaba como una bi-coalición conservadora de un statu quo paralítico en el que muy pocos sectores, y de modo muy turbio, sacaban provecho del estancamiento y la fragmentación social.

Antes de estas últimas elecciones esa bi-coalición dominaba la escena con la agitación de una grieta impostada, falsa y sectaria, encapsuladora de conciencias y conductas de los argentinos. Operación ideológica intensa para no cambiar nada y seguir machacando que en uno u otro de sus falsos extremos estaba la verdad y en el otro el error. Funcionó con una alternancia eficaz entre 2015-2023 y no está excluido tampoco que no se reconduzca y siga siendo utilizada todavía ahora porque la rutina es más fácil de seguir que trabajar un cambio real en los paradigmas de las relaciones políticas.

De modo parecido a aquél clamor que partía del horror, en esta ocasión se observa una necesidad de dejar atrás todo lo que ha mal proliferado en este lapso de ejercicio democrático y que se resume en la denuncia de la casta y sus privilegios, fundamentalmente los beneficios que obtienen para sí los representantes mientras los representados se empobrecen y la parodia reemplaza contenidos en los mecanismos institucionales que deberían ser transparente y eficaces.

Más que una forma

Si una virtud tiene el sistema democrático es su perfectibilidad. Y bien que la necesita aplicar ahora. Se han hecho importantes esfuerzos para reconocer y ampliar derechos que estaban desatendidos y eso es un progreso en sí mismo en cuanto significa que minorías estigmatizadas dejan de estarlo de modo progresivo.

Las que retroceden son las mayorías en el acceso a los bienes culturales y materiales que serían compatibles con una verdadera convivencia democrática, una república de iguales como acertadamente definió en un momento Elisa Carrió, para retroceder a continuación hacia la construcción de un polo de poder basado en el abroquelamiento del no peronismo para concentrar en su opuesto el conjunto figurado de los males argentinos.

Desde una insobornable conciencia, Oscar Muiño, historiador y periodista, alfonsinista de la primera hora, suele decir que el agravamiento de la cuestión social es la gran deuda de la democracia. Tiene absoluta razón y en su boca el aserto adquiere una significación superior puesto que entre los disfraces que unos y otros se probaron todos estos años estuvo el de fingir burdamente que bastaba con tener un sistema republicano, con mandatos periódicos y división de poderes para vivir en el mejor de los mundos. No ocurrió, pero ciertamente podría ser peor y eso tiende una inquietante sombra sobre el futuro ahora que el egoísmo individualista  como matriz de inspiración de la política parece ser la referencia filosófica principal para las nuevas autoridades a juzgar por las verbalizaciones de campaña –insultantes y degradantes– del Primer Magistrado.

A poco andar el régimen democrático, las leyes para organizar los partidos políticos se ocuparon de consolidar un dispositivo polarizador, apto y conveniente para negociar y no arriesgar mucho, no fuese que los cambios permitieran la aparición de representaciones más genuinas que las tradicionales. Ello no impidió que proliferaran ofertas de ocasión de coaliciones que, camino andando se convirtieron en la norma, a medida que los partidos perdieron contenido a manos del marketing electoral, determinado por los dueños del dinero. Así, nuestra democracia se deslizó, empobreciéndose, hacia una plutocracia cada vez más desfachatada donde la dirigencia política se instaló como operadora privilegiada.

Vaciamiento

El debate de ideas, que es tal cuando confronta visiones del mundo y se plasma en programas de acción colectiva, fue reemplazado por relatos cada vez más desarticulados que pronto hasta dejaron de ser pintorescos para pasar mostrar cinismo y desprecio. Hubo una trituración de los conceptos que podían iluminar verdades a construir, fuese por repetición sin sentido o por sustitución con mercadería podrida que, repetida al infinito, se transforma en precario sentido común.

Esto en cuanto al discurso, pero es preciso mirar también en la línea del tiempo los hechos tal cual se plasmaron y sus consecuencias sociales.

Y es allí donde el fracaso es la resultante, con su terrible secuela de fragmentación social creciente. Por más bienintencionada que fuese la política de asistencia a los grupos comunitarios más desfavorecidos, al despegarla de políticas económicas productivas y multiplicadoras, quedó condenada a correr, en retardo, tras los procesos de descapitalización y concentración de la renta. Allí está el primer nudo de observación crítica que proponemos al debate de los resultados tras cuarenta años de vida democrática.

De este modo, se fue imponiendo como panacea el programa del ajuste perpetuo, siempre fracasado y siempre reiniciado, prometiendo de nuevo en cada instancia de relanzamiento nuevos sacrificios al pueblo en su conjunto. A eso se le llama con audaz falacia ortodoxia.

No fue una línea directa hacia el abismo. Hubo, por cierto, momentos de respiro, pero mirado en el conjunto del periodo vemos que a mayor velocidad o paso a paso, siempre terminamos retrocediendo al final de cada ciclo. Ante esta evidencia inapelable lo asombroso es que no haya una revisión autocrítica profunda. Cada cual sigue defendiendo lo suyo, refugiándose en sus creencias sin atisbo de revisión. El Plan Austral, el Primavera, la Convertibilidad, son enarbolados de modo esquizofrénico como momentos exitosos sin antes ni después. Una verdadera enajenación bloqueante de cualquier análisis fresco y abierto, que todavía está pendiente.

Subyacen a todos esos intentos, como retaguardia teórica, los saberes de la CEPAL que se instalaron en la Argentina a comienzos de los sesenta y formaron una verdadera escuela de pensamiento económico, claramente corresponsable de todo lo vivido. Cierto es que la CEPAL ya no es lo que era, (no propone, por ej., la reforma agraria como en sus comienzos) pero ha mantenido una continuidad de consejo y albergo para sus epígonos que entran y salen de la función pública. ¿Ahora que la más descarada versión del neoliberalismo –en su reviro anarcocapitalista–  se planta en medio del escenario querrá volver a jugar su acomodaticio papel de progresista?

El reemplazo de la economía política por la macroeconomía (entendida como ampliación de la micro) es, después de la separación entre política social y política económica, el segundo de los tropiezos teóricos de los que no nos hemos recuperado. Toda política económica, aun la que se define a sí misma como antipolítica, es también una política social. Tanto más insolidaria cuanto menos se vincule una y otra.

Entender la economía como un mundo en sí que descuenta la conducta de los agentes y protagonistas siguiendo mecánicamente lo que entiende su ciego interés en lo inmediato es, en el mejor de los casos, una visión escasa que deja fuera de consideración la geografía, la historia, el clima, la cultura y, en definitiva, la propia sociedad. En esa amputación conceptual hay que buscar los indicios de este tremendo fracaso epistemológico que sigue perpetrándose.

Esa ceguera que reduce el campo de análisis y simplifica acciones que chocan con los hechos esperados es la que explica el tercero de los desvíos teóricos del pensamiento dominante en la Argentina, en cuyo nombre se han hecho los estropicios vividos en estas últimas décadas.

Este es la suposición, en absoluto demostrada, de que ordenando la macro se desencadena naturalmente un proceso virtuoso de inversión, trabajo productivo y empleo genuino, al que llamamos desarrollo. Nada lo prueba en la teoría ni en la práctica, pero se repite como un mantra sistémico. La experiencia histórica demuestra claramente lo contrario: no hay estabilidad posible ni económica ni institucional en el pantano de la crisis estructural del subdesarrollo.

La experiencia desarrollista del gobierno presidido por Frondizi, pese a su brevedad y su frustración/derrocamiento dejó en claro que era no sólo posible sino indispensable crear las condiciones de expansión antes de emprender la necesaria tarea de sanear las cuentas públicas. Y esas condiciones empezaban por sincerar el salario, que permite no sólo la reproducción de la fuerza de trabajo sino fundamentalmente la existencia de clases laboriosas que aportan su esfuerzo y comparten sus beneficios en una ampliación constante del capital reproductivo y de las posibilidades de la comunidad para desenvolverse del modo más justo y humano posible.

El programa de estabilización y desarrollo se anunció el último día del año 1958, porque en el tiempo transcurrido desde el 1° de mayo cuando asumió el gobierno se corrigieron los salarios atrasados, se dictó la ley de inversiones extranjeras, se firmaron y pusieron en marcha los contratos de explotación petrolera y se devolvieron los gremios, cesando las arbitrarias intervenciones, a los legítimos representantes de los trabajadores, entre otras medidas de sinceramiento de variables fundamentales que no son sólo, como la ramplona muletilla repite, precios, tarifas y salarios. Son condiciones cualitativas que ningún macroeconomista entenderá nunca, porque no está en el arco de su visión conceptual.

La crisis del subdesarrollo es de amplio espectro. No sólo concierne a las desarticulaciones y desproporciones/carencias de nuestra morfología económica. Es también cultural y se instala como una maraña de verdades presuntas en las cabezas para crear la ilusión de comprensión que al mismo tiempo omite datos y gente real.

El recorte del conocimiento es un crimen de la inteligencia. Y esto es lo que ocurre cuando nos encerramos en explicaciones parciales o falsas que nos llevan a no ver el conjunto, la comunidad, el prójimo. Para la agitación populista toda la burguesía es el enemigo y para la perorata pseudo liberal los trabajadores son vagos encubiertos que se arreglan con los planes y tienen en los sindicatos organizaciones para complicar las relaciones laborales. Esto está instaladísimo, a despecho de la experiencia universal.

Bien dijo Einstein que era más fácil disolver un átomo que un prejuicio (versión aproximada pero válida a los fines de esta argumentación).

El antiperonismo tiene como espejo al ombligoperonismo, ambas son formas de no ver al compatriota y la inmensa dimensión de elementos compartidos que nos unen. En primer lugar la amistad, que entre nosotros cobra una fuerza de resistencia vital que impide la instalación del odio a escala asesina.

Republicanismo

Desde el menemato hasta nuestros días se han sucedido, como no podía ser de otra manera, cambios y ajustes en los discursos de encuadramiento ideológico en acción. Uno de ellos es la exaltación de la República por sobre la Democracia, asignando no sin desproporción a la primera ser la guardiana de la libertad. Cuando las mayorías insisten en votar opciones no contempladas en los dispositivos de poder se produce una frustración no exenta de revanchismo que espera su oportunidad para imprimir castigo a los desacatados.

No se asume que la nuestra es una democracia plebeya, iconoclasta, que no respeta jerarquías presuntamente aristocráticas que son en realidad oligárquicas. Es una democracia aspiracional auténtica, primitiva y rústica, pero no por ello menos genuina. Apuntemos, a modo de hipótesis, que el voto mayoritario a Milei es un voto técnicamente reaccionario, que quiere terminar con un estado de cosas. Esperpéntico pero vital, que según sea administrado servirá para construir o para destruir. También es de algún modo vergonzante y por eso siempre estuvo fuera del radar de las encuestas.

Representatividad

Nuestra Constitución Nacional, vértice jurídico que ordena la convivencia, establece la democracia representativa y estigmatiza como sedición las demandas ejercidas en nombre del pueblo en su conjunto, “que no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”. Tremendo, bien leído. Algo está haciendo ruido hace rato en torno justamente de la representación, porque el fracaso sistemático de las dirigencias pone en duda el sistema.

En estos cuarenta años hay ciertamente más sombras que luces, por lo que es indispensable separar la paja del trigo. No es la democracia la que fracasa sino sus administradores, los designados para representar.

La virtud de la perfectibilidad es la que nos permite tener esperanzas de mejora, siempre, aún en los momentos más inciertos, como el presente.

El cuadro es crudo, duro, lacerante. Hay razones de muchísimo peso para ponerse a cambiar los paradigmas y las prácticas. Un mal camino es negar la pobreza, fuese por no tenerla en cuenta o por poner en duda sus mediciones. No es una cuestión –al menos en el debate político–  de tal cual porcentaje sino del problema en sí: una sociedad que no crea trabajo y contiene mal a los desheredados se mutila a sí misma.

Impresiona la severidad con que se rechazan las mediciones del ODSA (Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA) al punto que queda claro que se trata de una negación porque esa información, recopilada con metodologías propias rigurosamente aplicadas durante dos décadas, en verdad cuestiona y subleva todos los saberes establecidos en torno del antiguo prejuicio de que en la Argentina el que no trabaja es porque no quiere, y se lo considera vago. No es este instituto académico un ámbito de elaboración de políticas de desarrollo, pero su aporte para un claro diagnóstico es imprescindible.

Responsabilidades mayores

Las clases acomodadas practican un elitismo vergonzante disfrazado de banalidad. Quien menos padecimientos tiene mayores obligaciones debe cumplir para ayudar al conjunto. Eso se premia con reconocimiento social.

La necesidad de un amplio sinceramiento entre personas y grupos sociales abre el camino para una convivencia fecunda. Esa es la construcción de una democracia genuina, tarea para el porvenir que sólo la ampliación de este sistema de participación múltiple y fluido garantiza a largo plazo. Y no tiene nada que ver con la agitación en las redes, sino en la vida concreta de cada miembro del cuerpo social.

La concentración de la economía a escala mundial en un marco de competencia monopólica, combinada con una centralización del poder para determinar vidas y haciendas, arroja guerras como las que estamos presenciando. No se trata de destrucción creativa, sino por un lado de incentivación de ganancias y, por otro, de la ampliación de las maquinarias bélicas y de la manipulación todo lo universalmente que se pueda lograr. En ese contexto, ciertamente adverso, tiene que resurgir el pueblo y la Nación Argentina. Lo hará si advierte sus verdaderos desafíos de integración y solidaridad profunda entre sus miembros.

Los movimientos de trabajadores informales han garantizado formas de paz social. Hasta Mauricio Macri, quien ha mostrado últimamente su verdadero rostro conservador para nada desarrollista, pareció entenderlo al propiciar formas legales para garantizar el acceso a la vivienda de quienes no la tienen y no poseen recursos ordenados para ser sujetos de crédito. Un punto de acuerdo que puede leerse como esperanzador, en modo alguno suficiente.

Para fortalecer la democracia  es condición ineludible empezar a recorrer un camino de orden y justicia social que empieza por la recuperación de la amistad social y ejercicio del patriotismo, como forma política de amor al prójimo.

En síntesis, cuatro décadas de democracia nos dejan más tareas por hacer que autocomplacencias para relamerse. Los ideales irrenunciables de la libertad, la igualdad y la fraternidad aún aguardan nuestro esfuerzo para convertirse en la realidad de todos.


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