Nunca en la historia ha sido tan clara como ahora la íntima vinculación entre la solución de los problemas materiales que afligen a la humanidad y el camino para alcanzar formas sociales superiores de convivencia, tal como lo es la democracia.

Está claro que la estrecha interdependencia existente entre subdesarrollo, violencia y dictadura se verifica en las dificultades que enfrentan los diversos pueblos de la tierra que luchan por encausar sus energías nacionales en procesos que les deparen beneficios crecientes. La realidad muestra, sin embargo, que mientras los países mantienen la condición de subdesarrollados el resultado de su esfuerzo se evade inexorablemente al exterior, no logra ser capitalizado por la economía nacional.

La represión, los estallidos de violencia incontrolables, la provocación terrorista, el militarismo, la demagogia, la dictadura, la corrupción, son formas políticas que acompañan el atraso económico y social de gran número de naciones, son el reflejo y la consecuencia del subdesarrollo. Es utópico esperar que la democracia funcione cabalmente y sin interrupciones y obstáculos sobre el fondo económico y social de un bajísimo ingreso por habitante, de una estructura económica desintegrada y de empresas cerradas, semiparalizadas, pues esta situación engendra altas tensiones que necesariamente se expresarán en el plano político e institucional.

En condiciones de atraso y estancamiento, la democracia es siempre una forma precaria que una vivencia concreta, en todo el cuerpo social. No puede decirse por eso que la democracia se enteramente una ficción en las naciones subdesarrolladas. Es una tendencia, llena de dinamismo, que se entrelaza y se confunde con las otras tendencias dinámicas del cuerpo social: la lucha por el desarrollo, la autonomía económica nacional y la distribución equitativa del ingreso. Por eso, las luchas sociales, cuando se encauzan por el pan, el techo, el trabajo y la educación son inseparables de una total reivindicación de los derechos humanos y los derechos democráticos.

Lo que puede afirmarse es que las instituciones políticas no son más o menos puras, eficientes o justas porque los dirigentes se empeñen en perfeccionarlas en teoría. La ilusión de que la democracia vive en sus estatutos y en sus leyes es muy común en nuestras clases ilustradas, (que) en su afán por mejorar las instituciones, reforman sus normas. Es frecuente escuchar de parte de los diversos dirigentes que debemos asegurar la democracia, suponiendo que ese loable objetivo depende de la voluntad de quienes tienen o ejercen la representación social y política. La mejor garantía, para ellos, sería firmar un acuerdo que asegurara que no habrá más interrupciones del proceso institucional. La puerilidad e ingenuidad de este planteo se corresponde con una falta de compresión de las causas de fondo que promueven  las rupturas de los procesos institucionales, de un modo que es ajeno a la voluntad subjetiva de los protagonistas.

Mucho más eficaz y conducente es actuar sobre las causas que perturban, adulteran o anulan el ininterrumpido proceso de lucha por la democracia y la libertad plena que vive nuestro pueblo aun cuando no siempre sea explícito.

La perpetuación del subdesarrollo obliga a un permanente pacto entre las dirigencias irrepresentativas que deben acordar el manejo de los instrumentos de poder con que cuenta el Estado para para asegurarse el control de las organizaciones y de la sociedad. Hoy se hace una denuncia sobre un pacto sindical-militar, y ese peligro existe. Pero también existe un pacto tácito entre las dirigencias políticas que quieren mantener la situación sin cambios sustanciales y las cúpulas de los diversos sectores sociales y militares para no introducir modificaciones que como efecto político directo causarían su remoción y el reemplazo por dirigencias  más genuinas.

En una economía en expansión, el poder político se desplaza necesariamente de manos de la minoría tradicional a los nuevos elementos y factores del poder económico, es decir, que el poder se universaliza al tiempo que se desplaza la fuerza económica de los grupos tradicionales, representantes de la vieja estructura, el empresariado y los sectores laborales que se transforman conjunta  progresivamente en clases dirigentes. Este proceso profundo de transición crea las condiciones de una democracia auténtica, que da al Estado más amplio sustento social.

El gobierno de las minorías, las dictaduras antipopulares, son una expresión del atraso económico, del bajo nivel de vide originado en el lento crecimiento del ingreso. En una estructura estructura económica “bárbara” no puede darse una forma política “civilizada”. A contrario sensu, una estructura en expansión, en crecimiento, genera formas políticas modernas y de sentido nacional.

La contracción y el atraso económico se expresan en la dictadura y la represión políticas, como medios de contención de las graves tensiones sociales. En cambio, una economía en desarrollo, con una alta tasa de crecimiento, crea una masa mayor de bienes, produce abundancia y bienestar, canaliza las necesidades del pueblo y reduce las tensiones sociales. Esta convivencia social, este bienestar, vigorizan  y fecundan las prácticas democráticas. Hay una interacción constante entre desarrollo económico y bienestar social, y entre éstos y el progreso y a perfectibilidad de las instituciones.

La movilización nacional para el desarrollo impone la coparticipación de todos los sectores y todas las clases sociales. El pueblo debe participar en la programación del desarrollo y las luchas para lograr sus metas en el menor tiempo posible. Esta participación es la forma real y sustancial de la actividad democrática. El desarrollo económico es así un nuevo factor dinámico del proceso democrático.

El desarrollo económico, al crear riqueza, viabiliza la redistribución del ingreso y eleva la capacidad adquisitva de la población. Este fortalecimiento y expansión de la demanda vigoriza, a su vez, el mercado interno y asegura la colocación de la producción incrementada. De esta expansión se benefician, también, los sectores sociales que se nutrían de la vieja estructura: el colapso del sistema agroimportador los condena a la extinción como grupo social, mientras que con la creación de nuevas relaciones económicas les da la oportunidad de asimilarse con beneficio a los recientes procesos productivos. El fenómeno se ha registrado en países donde los señores de la tierra, pauperizados ellos también por el deterioro de los precios de las exportaciones primarias y por la creciente contracción de la capacidad importadora, se han desplazado con sus capitales a la producción secundaria, han industrializado el agro.

Esto demuestra el carácter universal de los beneficios del desarrollo, ya que ninguna clase queda marginada en una economía en expansión.

Las formas políticas y jurídicas de la democracia se nutren de esta universalidad y aseguran la vigencia del derecho para todas las clases, agrupaciones e individuos. El orden jurídico resulta, así, efecto de la convivencia pacífica generada por el impulso económico y el bienestar social. Y es, a su vez, condición primordial para que las fuerzas productivas internas y la cooperación financiera externa cuenten con la garantía de la ley igual para todos.

La dinámica interrelación  entre desarrollo y democracia, que se expresa en lo que podemos denominar una ley del mundo contemporáneo según la cual el florecimiento de las instituciones democráticas requiere como base el acelerado crecimiento económico, también se extiende al desenvolvimiento de la cultura.

Las culturas nacionales languidecen en el marco del subdesarrollo. Sin medios para  difundirse, sin recursos para estimular a sus creadores, quedan relegadas a un plano profundo y soterrado, más como tradición que como expresión viva y dinámica. Junto con los capitales extranjeros, y a través de los grandes medios  modernos de comunicación en masa –prensa, cine, radiotelefonía, televisión- se superponen formas culturales exógenas, inclusive idiomas y giros extranjeros que deforman el habla nativa. Esta cultura “prestada” se impone sobre la vernácula y pervierte todo intento de progreso cultural.

La cultura no se importa ni se inventa. Los pueblos la forjan y la trasmiten a través de generaciones. El verdadero avance cultural consiste en desarrollar, expandir y perfeccionar el legado ancestral. Para ello, los pueblos deben contar con las posibilidades materiales de realizarse culturalmente y de resistir la tiranía de las formas híbridas importadas.

La promoción económica y el bienestar social determinados por el proceso de desarrollo liberan fuerzas espirituales e impulsos culturales que estaban sofocados por la pobreza y el atraso. La colectividad adquiere los medios propios para desarrollar una cultura propia. El Estado, las instituciones públicas y privadas de educación y cultura se aplican a desenvolver los módulos científicos, técnicos y artísticos que conforman el ser nacional.

Estas reflexiones valen para la cultura tomada en su sentido más general, lo cual incluye todas las manifestaciones de la vida material y espiritual de la comunidad. En forma especial se refiere a la educación, donde la condición de requisito y consecuencia del desarrollo resulta clarísima. La expansión económica y la incorporación de nuevas y modernas actividades productivas requieren contingentes cada vez más numerosos de técnicos y especialistas –y en modo especial promueve el ascenso educativo en todos los grupos laborales-, mientras va creando condiciones cada vez mejores para extender la educación y subsidiar todas las formas de creación artística e intelectual.

Todo ello ocurre en el marco de la nación, que es el único ámbito que puede conservar en su seno los beneficios del desarrollo y transformarlo en progreso social tangible para sus habitantes, que encuentran así creciente satisfacción a sus necesidades y condiciones para el ejercicio de sus derechos fundamentales que desde la posibilidad de disponer de su propia persona hasta acceder a los más altos niveles de las vivencias espirituales y estéticas.

Debemos fortalecer la Nación. Ella no es en el mundo contemporáneo la expresión de una clase ni prerrogativa personal de nadie. Cuanto más fuerte se la nación, mejor podrá realizarse la libertad de sus miembros.

Estamos ahora en un punto de amenaza a la nación, y toda propuesta realista debe comenzar por reconstruirá desde sus bases. Reconstruir la nación y construir la democracia no son tareas que puedan separarse una de la otra. En ellas están comprendidas todas las clases y todos los sectores sociales.

La forma política para esta acción fundadora no puede ser otra que el Frente Nacional. Para nosotros, el Frente es la expresión concreta de la alianza de clases y sectores que a marchas forzadas emprenden la consolidación de la nación. Está pues muy lejos de los acuerdos de cúpula sin contenido y no tiene necesariamente una forma electoral, cuando las dirigencias políticas deben expresarlo optan por el aislamiento y el cálculo electoralista.

No hay Frente Nacional sin programa nacional y sin lucha democrática de todos los sectores y las clases sociales.

En cuanto a la crisis, con sus efectos deletéreos sobre la conciencia y la conducta de las dirigencias, cabe fundar el Frente desde la base hacia la cúspide de la sociedad. Para hacerlo, resulta imprescindible contar con los instrumentos aptos para participar de ese proceso de construcción democrática y frentista. El principal de los instrumentos con que contamos es un partido, el Movimiento de Integración y Desarrollo y su doctrina. A diferencia de los partidos que se encierran en sí mismos y compiten en el plano de las formas, el desarrollismo se concibe como un elemento orgánico que propaga a los sectores sociales los impulsos para la acción que habrían de converger en la expresión unitaria de todos los argentinos.

Con esta concepción, y apoyados en los elementos metodológicos que hemos tenido oportunidad de exponer en este libro, estamos seguros de contribuir a la victoria final del pueblo y la nación que lo expresa.


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