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El candidato ultraderechista a la presidencia de Brasil, Jair Bolsonaro. Facebook

Fue en abril, hace apenas seis meses. En un cóctel por los 10 años del Club Político Argentino, un joven funcionario de la Embajada de Brasil en Buenos Aires replicó con contundencia: “[Jair] Bolsonaro no es un riesgo. Si llegara a ganar, que no parece probable, perdería contra cualquier candidato en segunda vuelta. Tiene un rechazo muy alto”. La pesadilla que parecía imposible se está por concretar. El exmilitar, un populista de ultraderecha, quedó el domingo a menos de 4% de ganar en primera vuelta. Es muy difícil que no se imponga en el ballotage del próximo 28 de octubre. El giro político no solo tendrá consecuencias directas en Argentina, también es un mensaje hacia la dirigencia nacional: el fracaso del sistema aúpa a los extremistas al poder.

Los brasileños tienen motivos para el descontento. Tras más dos décadas de un crecimiento promedio en torno al 3% anual entre 1993 y 2014—con un pico del 7,5% en 2010—, la economía encadenó dos años de recesión profunda. Entre 2015 y 2016 se contrajo más del 7%. Desde 2017 ha tenido un discreto repunte. En los años de recesión, el desempleo casi se triplicó: pasó del 4,8% en 2014 —el más bajo de la historia del país—, al 12,3% en 2018. Ya son 13 millones de desocupados en un país que, pese a la espectacular reducción de la pobreza durante los gobiernos petistas, sigue siendo de los más desiguales del mundo. Una bomba de tiempo, pero no la única.

Las elecciones llegaron con Lula, el candidato que lideraba la intención de voto, preso; el presidente, Michael Temer, con una imagen positiva del 3%; y una clase política desacreditada en medio de la megacausa de Lava Jato. Era terreno fértil para el éxito de un outsider como Bolsonaro. El excapitán triunfó apelando al odio y al miedo, montado sobre un gran malestar social.

Lo han llamado el Trump brasileño, una injusticia con el presidente de EE UU. Bolsonaro representa valores más retrógrados, autoritarios e intolerantes que Trump: reivindica la dictadura — de la que ha sostenido que su error fue “torturar y no matar”—, ha afirmado que prefiere ver a su hijo muerto antes de que le diga que es homosexual e incluso dijo a una diputada del PT que no “merecía” que la violara porque era “muy fea”. Su slogan de campaña es “Brasil sobre todo, Dios sobre todos”. Que un líder con ese mensaje llegue a la presidencia del país más grande de Latinoamérica es una señal peligroso para el mundo. Como lo fue el triunfo de Trump, a su manera.

Pese a las bravuconadas y el discurso intolerante, el presidente de EE UU lleva la economía con relativo éxito. El país crece a buen ritmo y el desempleo ha alcanzado el mínimo desde 1969. No es la primera vez en la historia que un líder populista que enarbola las banderas del nacionalismo, la intolerancia y la xenofobia gana las elecciones y le va bien económicamente, al menos por un tiempo. El problema es qué tipo de sociedad se moldea bajo estos liderazgos. Trump es menos peligroso por lo que puede hacer en su propio país, donde las instituciones son sólidas y le han parado los pies en varias ocasiones. El riesgo es que aparezcan émulos en el resto del mundo. Ya está pasando. Bolsonaro es uno, quizá el más extremo. Los partidos ultras también han ganado protagonismo en Europa. En Italia gobierna una coalición que integra La Liga de Mateo Salvini. Le Pen, perdió en el ballotage con Macron. Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia son gobernadas por algún tipo de líder populista. Y la lista sigue.

Desencanto y corrupción

Argentina se mantiene por el momento aislada del auge populista. El presidente Mauricio Macri goza de un apoyo en torno al 34%, según el sondeo publicado en septiembre por la Universidad Austral. Un respaldo importante si se considera la dura crisis que atraviesa el país. También es cierto que sufrió una caída bruta en la valoración del electorado: la aprobación del gobierno era del 66% hace solo un año, según la misma encuesta. Los argentinos bancan, pese a la honda recesión, que pega de lleno a industriales y comerciantes, a la disparada del dólar y la inflación, y el aumento de la pobreza y el desempleo. Pero tampoco es un cheque en blanco.

La caída en picada de la confianza en el gobierno no alcanza niveles preocupantes, pero son reflejo del desencanto con un nuevo ciclo político. Un malestar que se extiende hacia buena parte de la dirigencia política y empresaria desde el estallido de la causa de los cuadernos de la corrupción. La corrupción es un factor disolvente para la democracia. Incluso cuando es debidamente condenada, no genera un aumento de la confianza en las instituciones.

La percepción de la corrupción es el principal indicador para anticipar la posibilidad de la llegada del populismo al poder, explica el periodista radicado en Praga Benjamin Cunningham en un artículo publicado en abril de 2018 en Le Monde Diplomatique. Cunningham cita un estudio de Economic Affairs que analiza distintas elecciones entre 1980 y 2016 y concluye que no existen vínculos significativos entre los factores económicos o cambios sociales, como la llegada de inmigrantes, y el triunfo del populismo. La principal variable explicativa es la percepción de corrupción, sostiene.

Desde esa perspectiva, el triunfo de Bolsonaro no debería sorprender. El 31% de los brasileños considera que la corrupción es el principal problema del país, según el Latinobarómetro de 2017. Es, por lejos, el país de la región que ve este tema como el más preocupante. También es uno de los países donde la democracia goza de menor apoyo: solo el 43%. Ni en 2001 Argentina alcanzó un nivel tan bajo. Por el contrario, el 67% de los argentinos respalda la democracia y solo el 6% consideró en 2017 que la corrupción era el mayor problema, según el estudio de opinión.

Con un pie en el palacio de Gobierno, Bolsonaro envía una señal de alerta: si el sistema no da respuestas a las demandas de la sociedad, es solo cuestión de tiempo para que aparezca un antisistema, un redentor que diga que él sí tiene las soluciones. Todavía no está dicho todo en Brasil. Fernando Haddad, el heredero de Lula, tiene una bala de plata, aunque parece casi imposible que logre revertir en tres semanas el resultado. ¿Puede repetirse un fenómeno similar en Argentina? No parece una amenaza inmediata, pero el país tampoco es inmune a la tentación populista.


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