El anuncio del acuerdo de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europea se presenta por estos días como un capítulo más, extemporáneo y tardío, del debate clásico entre proteccionistas y librecambistas. Pero como ocurre justo cuando comienza la campaña electoral, se inscribe además en la grieta entre la propuesta modernizadora, institucionalista, aperturista y más bien liberal del gobierno y las ideas más bien estatistas y proteccionistas que promovió el kirchnerismo.
Muy en general, el pensamiento liberal tiende a considerar que la competencia libre es buena porque premia a los mejores, a los más eficientes, y depura a la economía de sus lastres de ineficiencia. El estatista o proteccionista, en cambio, sostiene que la competencia sin límites es mala, porque hay que cuidar a los rezagados del sistema, darles una oportunidad de ser mejores. El estatista cree que el Estado debe regular, limitar la competencia. El liberal políticamente correcto concede que se puede aceptar algún nivel de protección y regulación del Estado para atenuar los efectos sociales indeseados de la competencia extrema, pero advierte que la presencia del Estado tiene un costo (tributario) que sólo puede afrontar una economía competitiva.
Hasta aquí pareciera ser una cuestión de grado, que podría zanjarse buscando un justo medio, si no fuese por la pasión argentina por los extremos. Pero faltan elementos de análisis para terminar de dar forma al problema. Reducir el debate político acerca de la conveniencia de un acuerdo comercial puntual al problema ético general de las bondades o problemas de la libre competencia parece un equívoco.
El comercio libre entre economías desiguales tiende a ser desigual, por mucho que se esfuercen las partes en fijar parámetros para que los precios sean justos. Una economía desarrollada, diversificada, capitalizada, tecnificada, con alta productividad tiende a tener menores costos y, por lo tanto, mejores precios que una economía subdesarrollada. Una competencia libre entre jugadores con recursos muy desiguales es una competencia desigual.
Argentina tiene varios sectores muy competitivos, pero en general es, por el contrario, una economía de baja productividad, a causa de su baja tasa de capitalización. La capitalización de los diferentes sectores de la economía está determinada por la inversión que se hizo en el pasado hasta ahora, que pudo ser inversión pública (infraestructura energética, de comunicaciones y transporte, en educación, en seguridad física y jurídica, etc.) o inversión privada (en tecnología, equipos durables, etc.). La economía argentina viene de décadas de descapitalización, y por eso aún los sectores más capitalizados y competitivos se ven seriamente afectados por la ineficiencia, la baja productividad y los altos costos que, en promedio, tiene el conjunto.
Mientras tanto, la economía del mundo cambia, se transforma, se integra, se tecnifica y gana eficiencia a un ritmo avasallante, y del mismo modo que mejora la productividad del trabajo, tiende a dejar de lado viejas tecnologías y productos, como también recursos de capital y humanos. En el contexto de la globalización, este es un fenómeno universal al que no es posible sustraerse por mero voluntarismo, aislacionismo tardío o nacionalismo retórico. La producción de los bienes y servicios, pero también el consumo, se va ciñendo cada vez más claramente a estándares bien determinados de calidad y precio.
No podemos preguntarnos si debemos o no integrarnos al mundo, sino cómo resolvemos nuestro formidable atraso de capitalización para hacerlo con inteligencia. Que se abran nuevos mercados puede ser una gigantesca oportunidad para los sectores más competitivos, pero obliga a plantearse como un imperativo la modernización, tecnificación y reconversión de los sectores menos capitalizados. El objetivo de mejorar la productividad requiere una extraordinaria capitalización, esto es, inversión masiva.
La baja tasa de capitalización de la economía argentina es un índice que señala la índole específica de casi todos nuestros problemas económicos, inclusive nuestro desempleo estructural. A diferencia del desempleo generado por la tecnificación y el cambio tecnológico masivo, nuestra desocupación se explica en última instancia por la crisis de muchas actividades económicas que no se reconvierten, y por la falta de inversión, por la falta de expansión de la actividad económica.
Por supuesto, las economías más dinámicas, abiertas y expansivas, generan todo el tiempo nuevas actividades, se modernizan y reconvierten su fuerza laboral a ritmo mucho más rápido y de manera más eficaz. Las economías cerradas, estáticas, poco diversificadas, generan menos actividades sustitutas y tienden a tener más problemas de empleo. Por eso la cerrazón y el proteccionismo no son respuestas adecuadas a la realidad de la economía globalizada actual.
La baja tasa de inversión de nuestro país en los últimos 40 años es perfectamente comprensible: invertir en Argentina es caro y muy riesgoso, y el horizonte para las inversiones de plazo largo es imprevisible. A las dudas respecto de la estabilidad de las reglas de juego, se agregan problemas incontrastables como la inflexibilidad a la baja del gasto público y la fragilidad de la moneda, la tendencia al aumento de la presión tributaria, la propensión al desborde regulatorio de nuestro sistema político y jurídico, la regulación laboral rígida estacionada en patrones de hace medio siglo, un sistema financiero caro y un mercado de capitales pequeñísimo. El horizonte de negocios prefiere el corto plazo al largo, el sector financiero a la economía real, el dinero en efectivo al sistema bancario, la informalidad y la evasión a la legalidad, y la dolarización y fuga de capitales al ahorro y la inversión.
La lista de problemas que inhiben la inversión en Argentina es larga y compleja y abarca factores institucionales, culturales, políticos y de política económica. Y de nada vale que los podamos definir incluso como psicológicos o éticos. El “cambio cultural” sólo se da en el largo plazo, los cambios institucionales también tienen largo aliento; es la política gubernamental y en particular la política económica la que establece los incentivos y penalidades que, a lo largo del tiempo, dan forma a los cambios más profundos. Por eso la política económica tiene que establecer incentivos y sostenerlos en el tiempo. Se ha dicho que Argentina necesita más un Plan Marshall que un Pacto de la Moncloa. La verdad es que el uno no es posible sin el otro.
Por supuesto, el rol del Estado no puede ser sostener actividades fuertemente subsidiadas o protegidas, generar tarifas políticas, precios máximos, regulaciones burdas al comercio interior y exterior o controles de cambios, sino promover, incentivar y acompañar las actividades que puedan rápidamente alcanzar estándares de productividad y competitividad global, y promover y acompañar la modernización y reconversión del resto de la economía.
La competitividad no surge de la voluntad subjetiva de los actores, de que “se acostumbren a la competencia” gradualmente o con terapia de shock. La competitividad no puede plantearse al margen de la productividad de la economía, de su proceso de capitalización, y por lo tanto, de las condiciones para la inversión, cuyo eje y actor central es el Estado, el gobierno con sus normas y políticas.
Sin una política global de promoción de la inversión, la verdad es que incluso una economía diversa y compleja como la nuestra puede comprimirse al punto de reducirse a unos pocos sectores muy competitivos, en aptitud de competir con éxito y hasta de subsidiar al resto, y generar los recursos para atender la emergencia social que resulte de tal reconversión. Pero no nos merecemos ese destino. La economía argentina va a ser más competitiva y va a expandirse de manera sistémica si aumenta su productividad global, es decir, si se capitaliza a ritmo forzado en todos los rubros y sectores, a lo largo de varios años, abarcando el conjunto de las actividades e incluyendo a todos. Ese es el desafío que nos plantea, de manera acuciante, la integración comercial con Europa y el mundo.
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