Rogelio Julio Frigerio, exponente destacado del pensamiento nacional.
Rogelio Julio Frigerio, exponente destacado del pensamiento nacional.

El mentado método no es infalible porque nada de lo humano lo es, pero es una herramienta realmente útil cuando nos preguntamos sobre los desafíos que plantea la realidad argentina, tan atípicos en la mirada habitual, tanto local como externa. ¿En qué consiste? Pues en un modo de analizar los datos, determinar los problemas en su dinámica y orden causal y proponer caminos de solución. Su particularidad inicial es que, si bien se sirve de las herramientas conceptuales que caracterizan las ciencias sociales, su naturaleza, inspiración y efectos es siempre de naturaleza política.

O sea no es una afinada herramienta sólo para entender (“no somos una Sociedad Fabiana”, insistía Frigerio) sino fundamentalmente para delinear y llevar a cabo una acción política integradora que permita a la Argentina salir a gran ritmo de su condición de país subdesarrollado para alcanzar otro estadio de organización y solidez, donde la comunidad pueda contener en su seno personas libres que construyan su propio destino. Algo que de ninguna manera se resume en una suma de gestas o trayectorias individuales como propone la vulgata del imaginario liberal.

Nada más lejos entonces que recalar en una confortable posición de sabiondos que todo lo saben y nada los apasiona ni compromete, limitándose a explicar a modo de coartada las viejas lacras argentinas. El ombligodesarrollismo es tan abominable, como cualquiera de los ombliguismos autorreferenciales que miran todo desde un punto de vista limitado pero presuntamente abarcador del conjunto. Abroquelamientos esterilizadores y conformistas que se autojustifican desde la ideología.

Aclarado que el método no es una actividad meramente intelectual sino condición del ejercicio de una política para la transformación estructural de la Argentina, tiene sentido asumir que no arriba a verdades definitivas, sino eminentemente prácticas que son susceptibles –necesariamente- de ajuste y verificación continua. Nada que ver con el oportunismo dominante hoy en la política argentina que se caracteriza por un día a día errático donde la línea de acción responde a los estados emocionales de los diversos grupos sociales adecuadamente segmentados por los encuestadores.

Desde luego que esos “estados emocionales” existen, pero ellos son a su vez consecuencia de complejas influencias y relaciones de fuerza a escala global y su incidencia local. No se trata de ignorarlos, sino de entenderlos.

El método, precisamente, debiera permitirnos separar lo que es consecuencia de lo que es causa, para no errar el eje del diagnóstico. Si tenemos una población cuyo nivel de acceso a los bienes, tanto los materiales como los inmateriales (nivel educativo y acceso a información sólida, por caso), donde el nivel de acoso ideológico (manipulación) es muy potente, es poco probable que las opciones visibles para una mayoría sean las impuestas por una relación de fuerzas adversa a sus intereses.

Subsistemas: la dinámica política

Una mirada histórica suele ayudar para poner las cosas en la perspectiva adecuada. Veamos someramente cómo se comporta la vida institucional en un aspecto clave, la renovación de los administradores públicos.  Un amplio segmento del electorado se referencia con vertientes que, como el peronismo, tienen un origen de preocupación por los problemas sociales y laborales y, a falta de propuestas y políticas realmente eficaces para aportar soluciones, es comprensible que esa pertenencia histórica siga siendo una referencia vigente. Peronistas que pueden no votar al peronismo, se entiende, cómo ocurrió en 1983, pero que no logran encumbrar dirigencias aptas para ejercer una representación cabal de esas legítimas aspiraciones populares, salvo en forma fragmentaria o como nichos territoriales, con experiencias singulares.

Otro tanto le pasa al radicalismo, un partido largamente centenario, que mantiene en no pocos municipios y algunas provincias una vigencia cercana a sus representados, pero que no ha logrado transformar sus convicciones institucionalistas y democráticas más arraigadas en una propuesta de transformación económico-social. Todas las expectativas que despertó el alfonsinismo (el último momento de gran ilusión y esperanza) naufragaron en el fracaso del Plan Austral y sus intentos de reanimación con otros nombres, algo que le vino dado desde las usinas cepalianas, que no estaba en su capacidad de elaboración partidaria. Intelectuales afines vienen justificando a posteriori ese fracaso argumentando sobre las condiciones internacionales y, gran descubrimiento de lo obvio, la “puja distributiva”.

Desde el viraje neoliberal de Menem en los 90, más dictado por el oportunismo que por una convicción modernizadora, el peronismo paradójicamente ha brindado estado de realidad en la política argentina a la corriente neoconservadora que no se parece en casi nada a los viejos liberales del ochenta y su reencarnación en los treinta, con figuras como Pinedo o Di Tomasso, autodenominados “socialistas independientes”, que se aplicaban a consolidar la República y su cambiante economía.

Estos “neo” (neocons, neoliberales y hasta algún ladronzuelo de prestigios ajenos intentó llamar “neodesarrolistas”) no son liberales en sentido estricto, porque aplican todas las restricciones que pueden a la expansión laboral y salarial, pero ante todo se consideran “pragmáticos” y por lo tanto miran con cierto espanto al movimiento contestatario que se autodenomina anarcoliberal, es decir, ultra en su individualismo y antiestatismo.

Ello no exime al liberalismo clásico -tan exitoso en los años previos al Centenario- de su pobre legado histórico al negarse a profundizar la incipiente pero bien concreta industrialización de la Argentina entre 1880 y 1940. Sus herederos, los conservadores, ya no están en la grilla de opciones y el peligro de un modelo desigual a ultranza lo encaran ahora esta versión de cascos ligeros sin raíces ni compromisos amplios con el conjunto del pueblo.

Estas corrientes, algunos de cuyos voceros igual siempre sobrevivieron, no tenían representación notable en nuestro espectro político desde los años 30 del siglo pasado, pero en los 90, asistidas desde el exterior por el thatcherismo o reganismo, hicieron pie sobre las ostensibles deficiencias que exhibe el Estado en la prestación de sus servicios esenciales y básicamente promueven, como panacea, la privatización de todo lo que no les impide seguir inflando el sector público en contradicción con su discurso. Tras las experiencias de las últimas décadas están de vuelta, obviamente, y por ahora se arraciman alimentados por los prejuicios antiperonistas o, más arcaicos aún,  anticomunistas, exorcizando así convenientes fantasmas de ancestros ya extinguidos.

Del lado de las “grandes familias” de la política argentina, las realmente presentes en la liza por el poder, no tenemos entonces mucho que recuperar más allá del aporte que en su momento realizaron, aunque por todas partes y en cada uno de los partidos hay gente realmente preocupada y dispuesta a sumarse a la construcción de un proyecto bien articulado con soluciones eficaces. Esas personas constituyen la real y concreta reserva de la República que aún no encuentra la forma de articular todas sus energías en un proyecto superador.

Las fuerzas expectantes

¿Cómo recuperar lo útil y perfeccionable y descartar lo retrógrado? Es una pregunta que es pertinente respecto del planteamiento que venimos sugiriendo. El “recurso” del método nos permite ver lo que está vivo y funciona, con sus virtudes y defectos, y en ese mismo proceso detectar lo que no tenemos o brilla por su ausencia, tanto en materia de cadenas de valor como en políticas eficaces para la integración social en actividades socialmente útiles en todo el territorio de la Patria.

La historia argentina, incluyendo el presente, estuvo y está plenamente abierta a las opciones que las energías de nuestro pueblo determinen, pero para lo cual es preciso definir con la mayor precisión posible cuáles son los obstáculos que mantienen bloqueada la actual relación de fuerzas, cada uno defendiendo su metro cuadrado, en lo que definimos como el statu quo. En esas actitudes defensivas y dispersivas de una energía nacional troncal y transformadoras juegan un papel decisivo las ideologías que cada grupo elige para justificarse.

Tiempo atrás ya hemos hecho referencia a lo que nos parece la principal característica de la ausencia de alternativas transformadoras para superar la perpetuación de una bicoalición cuya existencia mantiene el statu quo y se refuerza, paradojalmente, unida por la grieta que tanto denostamos. Lamentablemente funciona y se reproduce bloqueando alternativas. La decadencia y la desigualdad les hacen de telón de fondo. A esa bicoalición la hemos definido antes como conservadora, pero no en el sentido histórico  (aquello que tenemos como herencia cultural) sino apenas de un estado de cosas que en su conjunto no se caracteriza por su dinámica sin perjuicio de que sobran los ejemplos de las virtudes emprendedoras que se registran en no pocos puntos del país.

Nada sale del aire

Quienes iniciaron la aplicación sistemática del método en la Argentina no inventaron la pólvora, ciertamente. Se esforzaron en combinar las herramientas analíticas que ofrecían ya en esa época las ciencias sociales (entonces con frecuencia llamadas “humanas” o, incluso “morales”), despojándose de las rutinas de los saberes establecidos pero rescatando todo aquello que describía la dinámica histórica de esta sociedad, poniendo foco en los factores tanto de renovación como de estancamiento.

La pregunta metodológica por excelencia (“¿qué nos hace más Nación?”) apunta a eso, precisamente: discernir los factores de integración y despliegue de fuerzas creativas para fortalecerlos, al mismo tiempo que propone corregir lo que debilita al conjunto, dispersando energías y favoreciendo la acumulación externa de los resultados del trabajo argentino.

El criterio de ordenamiento en términos dinámicos estaba dado por los factores de integración que se podían registrar en la formación de nuestra “morfología”, incluyendo en ella tanto los criterios económicos como políticos, sociales y culturales. La acusación tantas veces invocadas de “economicismo” sólo desnuda las miopías de quienes la aplican.

Los fundadores del desarrollismo no eran un grupo de intelectuales diletantes, su vocación los llevaba a intervenir en la vida pública y en ese camino debieron diferenciarse en primer término de sus orígenes, que en algunos estaban cristalizados en una izquierda estancada entre prosoviéticos vs. antiestalinistas que desde una presunta posición popular reproducía con remozamientos cosméticos la historia liberal proinglesa y antiespañola, enfrentados a otros que, adheridos a un revisionismo que se había convertido en rosismo, levantando barricadas absurdas que no miraban el conjunto sino una parcela del saber delimitado por sus prejuicios y confrontaciones bizantinas.

Lo distintivo de ese grupo original, además del talento de sus miembros, era el firme compromiso con una transformación de las condiciones en que la realidad argentina  estaba condenada a crecer y permanecer como apéndice de un orden mundial donde la hegemonía y el motor de innovación estaba en otra parte (en el Imperio Británico y sus competidores europeos durante los siglos XVIII y XIX, y progresivamente en los Estados Unidos a lo largo del XX). Esa dependencia que no determinaba sólo la estructura del intercambio sino también mentalidades y segmentos de la organización social constituía el eje sobre el que se construía esta nación en ciernes, aprovechando la vitalidad que expresaban sus primigenios grupos sociales.

Organización del saber

El enfoque analítico era pues histórico-social, y era preciso documentar con rigor sus partes y proporciones, su despliegue territorial y los costos latentes que el país pagaba por no emprender, en cada instancia de su construcción, una tarea de dimensiones adecuadas a su realidad geográfica y social, con marcadas diferencias regionales y grandes espacios vacíos, incluso en la incorporación de la población indígena.

Los integracionistas provecharon para su evaluación crítica, por ejemplo, el estudio de Juan Alvarez sobre las guerras civiles y sus razones económico-sociales que incluía los mapas que mostraban esos enormes vacíos territoriales para describir el país real apenas aferrado a ciertas franjas productivas y de circulación humana y de mercancías.

Las fuentes eran, por supuesto, eclécticas, (Alejandro Bunge en forma destacada) pero se articulaban en una  visión del conjunto que identificaba a aquellos primeros desarrollistas (que aún no se reconocían por esa denominación), por el diagnóstico de nuestro país en un estadio de subdesarrollo periférico y a partir de allí planteaban ante todo las condiciones para construir una economía nacional suficientemente autónoma (sin mengua de su apertura positiva hacia todos los mercados), como para que las decisiones claves no resultaran impuestas por lazos de dependencia comercial, financiera o ideológica, cuando por lo general era una combinación de todas ellas.

En síntesis, llegaron a un modo de entender la realidad argentina en su íntima esencia como para inspirar el despliegue de sus potencialidades tanto materiales como espirituales, desenvolviendo una forma específica de cultura nacional. El texto de la conferencia de Frigerio sobre cómo se articulan las diversas dimensiones de la cultura en una síntesis e identidad propia se complementa con las tesis de Arica acerca de cómo un proceso de integración continental, atravesado por la competencia monopólica que se afianzaba a escala mundial amenazaba el afianzamiento de la condición nacional.

Si, en cambio, la capacidad de decisión sobre la orientación principal de los esfuerzos políticos, económicos y sociales se mantenía con un centro de gravedad en la búsqueda y consolidación de una nación plena –albergando los diversos grupos sociales y sus particularidades- más la construcción de un Estado Nacional que fuese a la vez síntesis jurídico-política de toda la comunidad argentina, garantizaba un acceso cada vez más amplio a los bienes materiales e inmateriales que el progreso va poniendo a disposición del género humano. Todo lo contrario de lo que ocurre hoy y suele presentarse como “éxito” cuando los índices de estabilidad económica y monetaria son positivos con indiferencia del bienestar general e inserción productiva de la población.

Los casos de Chile y de Perú, o del Brasil de Bolsonaro con deflación, son presentados como modélicos hasta que se advierte que se construyen sobre la fragmentación de las sociedades y culturas nacionales. Suele ocurrir cuando estallan. La concentración económica en pocas manos, y peor aun cuando esa preeminencia se conquista en una articulación sectorial con los mercados mundiales, lleva al debilitamiento de la condición nacional porque diluye ante todo la pertenencia comunitaria, base ineludible de la libertad personal.

Instaladas ya desde hace más de cuatro décadas las políticas “eficientistas” (que no resultan nada eficientes a poco andar) bloquean la cabeza de líderes y operadores e impiden marchar hacia otras formas de solidaridad, esfuerzos compartidos, creatividad ampliada hacia todas las dimensiones posibles del trabajo haciendo lugar a una convivencia sin crispaciones como las que genera la creciente desigualdad y marginalidad actual.

Para terminar, por ahora, digamos que el “recurso” del método debiera servirnos para mirar sin anteojeras las conductas habituales de nuestros compatriotas y fundar sobre ellas políticas bien realistas, sobre datos sólidos, que abran el juego a quienes quieren trabajar en paz y progresar sin trabas y nichos prebendarios.

Descubriendo los factores dinámicos podemos dejar atrás los parches con que habitualmente premiamos los lobbies exitosos sin importar los costos para el conjunto.

Establecida y consensuada una prioridad, ella no puede configurar un privilegio de ganancias extraordinarias para sus responsables sino por el contrario actuar como factor de integración y dinamización del resto. Este aspecto es completamente ignorado por los adoradores del mercado que suelen ser ciegos frente a las súper ganancias del preeminente sistema financiero, normalmente a costa de la rentabilidad empresaria ya muy estresada por la habitual arbitrariedad de las reglamentaciones estatales y la cascada insoportable de impuestos que estimulan las fugas hacia la economía informal y el atesoramiento.

Lejos de la negación de la política como esencialmente corrupta hay que abrir las compuertas a la más genuina representación de aspiraciones e intereses para que el bien común brille como la meta de todos.

Post Scriptum: el juego de palabras con el apotegma cartesiano reconoce, con otro sentido, la originalidad anticipatoria de Alejo Carpentier en su novela homónima


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