El domingo pasado, los argentinos elegimos un nuevo Presidente triunfando en el ballotage Javier Milei, quien guiará los destinos de la Nación por los cuatro próximos años. Aclaro que no fue mi preferencia. Sin embargo no dejó de acompañar el mensaje claro de las urnas fue dejar atrás las políticas populistas que el gobierno saliente aplicó estos cuatro años, como continuidad del período 2011-15. También un claro basta al derroche de la política frente a un pueblo cada día más postergado.
La situación económica-social que enfrentará el nuevo gobierno es la peor herencia desde aquel trágico 2002. La complejidad del problema radica en que todos los precios relativos distorsionados, hay desborde monetario en la deuda de los Leliqs, déficit fiscal y vencimientos de deuda externa difíciles de enfrentar por cuatro años de procrastinación.
El gobierno entrante deberá dar respuesta a un reclamo de urgente ordenamiento macroeconómico, por parte de los agentes económicos y de una sociedad que viene de más de seis años de caída de ingresos por una inflación desbordada, y enfrentar simultáneamente los desequilibrios macro en los tres frentes: fiscal, monetario/cuasi fiscal y cambiario/externo.
Debe hacer esto en el contexto de la mayor debilidad política en el Congreso del oficialismo, así como a nivel territorial, de estos 40 años de democracia que implicará la necesidad de alianzas políticas amplias. Ningún gobernador y solo 37 diputados y 8 senadores de su heterogénea alianza. Clave será la articulación con las fuerzas más afines e incluso con aquellas posiciones más centristas.
Por estos motivos, entiendo que aquellos que no lo votamos debemos dejar atrás todo lo que el candidato Milei dijo en campaña y entender que lo que importa es lo que diga ahora y haga como Presidente. Habrá que juzgar al Gobierno por las políticas que plantee. Hay que repudiar la oposición o resistencia preventiva que plantean sectores antidemocráticos políticos, sindicales y de los movimientos sociales.
Dada la situación heredada, es imperioso ser indulgentes con la nueva administración y tratar de ayudar a que se supere esta crisis de la manera menos dolorosa, en términos sociales, y más virtuosa posible, en términos del desarrollo.
Sin dudas, es una buena noticia el espíritu reformista que expresa el Presidente electo: reforma del estado e integración al mundo. Estas reformas incluyen: el reseteo de la estructura institucional y de regulaciones, la reducción, de modo contundente, del gasto público consolidado a los tres niveles de gobierno, a niveles cercanos al 33%, y, también, la revisión de su composición, la reformulación de la estructura tributaria, la actualización de las leyes laborales y la simplificación de las regulaciones que afectan a las inversiones. Además de la, definitiva, inserción económica de la Argentina en el mundo y avanzar en un régimen laboral moderno, actualizado a las nuevas circunstancias, los cambios educativos, tecnológicos y productivos, que permita crear trabajo en blanco para poder emplear al 50% de los trabajadores informales. Todo esto en una macroeconomía sana.
Si el nuevo Presidente logra afianzar una mayoría que permita asegurar que el populismo es cosa del pasado, es decir, si logra sentar las bases de una economía capitalista moderna, como la que existe en los países exitosos del mundo, la velocidad de salida de la crisis puede ser asombrosa. En este nuevo escenario mundial, a partir del afloramiento de una masa de recursos inmensos, de los propios argentinos y del resto del mundo, la inversión puede ser de una magnitud que hasta los más optimistas se sorprenderán. Por eso, el costado doloroso del ajuste de los precios relativos y de los desequilibrios macroeconómicos puede ser, contrariamente a lo que se piensa y a lo que es en condiciones normales, minimizado totalmente.
Pero considero fundamental aclarar que sería necesario que se archiven ideas como la dolarización de la economía y evitar una ideologización de las relaciones internacionales. Ni Grupo de Puebla ni Grupo de Lima, los intereses nacionales deben presidir nuestras alianzas internacionales.
Sigo convencido de que el péndulo liberal populista no es la respuestas a la crisis argentina. Dejar atrás el populismo es esencial, y la nueva administración asegura eso, pero no implica per se una solución a nuestros graves problemas. Se debe evitar caer en el atajo mágico de un liberalismo ideológico. El riesgo de un liberalismo monetarista que genere la ilusión de la estabilidad sin resolver los problemas de fondo siempre es una tentación para los gobernantes en situación de stress.
El desafío de la nueva gestión es ordenar la macroeconomía y sentar las bases para el desarrollo productivo. La dimensión macroeconómica y la dimensión productiva deben ser pensadas en conjunto. Además, los hacedores de la política deben tener el suficiente pragmatismo y fortaleza como para llevar adelante las transformaciones necesarias potenciando los activos y cuidando que no se destruyan capacidades, aplicando las políticas activas, industriales, tecnológicas y de innovación necesarias.
Precisamos un gobierno que tenga una impronta liberal-desarrollista que coloque en el centro la promoción de la inversión y el empleo genuino: consecuencia del salto inversor y del empleo genuino será la caída de la pobreza y mayores niveles de equidad.
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