Discurso

Sobre la visita y audiencia del 16 de agosto de 1961 al ministro de Industrias y de la República de Cuba, delegado a la Conferencia del Consejo Interamericano Económico y Social realizada en Punta del Este, doctor Ernesto Guevara.


Discurso pronunciado por radio y televisión des­de el Salón Blanco de la Casa de Gobierno, el 21 de agosto de 1961.

Definición de una política exterior al servicio de la Nación.

Me dirijo al pueblo de la República para reafirmar principios cardinales de una política totalmente coherente que responde de manera orgánica a la raíz histórica de la Nación Argentina y a la creciente gravitación de su personalidad internacional.

Lo hago asumiendo la plena e indelegable responsabilidad de las funciones que la Constitución asigna al Poder Ejecutivo. Deseo disipar el equívoco que ha prevalecido en estos días, con motivo de la audiencia que el presidente de la República concedió al ministro de Industrias y delegado de la República de Cuba a la Conferencia del Consejo Interamericano Económico y Social realizada en Punta del Este, docto Ernesto Guevara. Autoricé personalmente la entrada al país del señor Guevara cuando se me hizo conocer su deseo de mantener conversaciones con el Presidente de la Nación; y determiné, también personalmente, las condiciones de su estada en el país con el objeto de evitar cualquier alteración a la tranquilidad pública.

Cuando advertimos que dicha entrevista estaba siendo mal interpretada y que esta incomprensión era utilizada los elementos que permanentemente conspiran contra la estabilidad institucional, procedí como siempre en estos casos.  Enfrentamos de inmediato la situación, para aclararla y explicarla con entera franqueza.  Atento a la función de custodia de la soberanía nacional de las Fuerzas Armadas, invité a los señores ministros de Defensa, secretarios y subsecretarios de las Fuerzas Armadas, comandantes en Jefe y jefes de Estado Mayor de las tres armas, con el objeto de informarles acerca de los hechos ocurridos.

Se anunció en esta circunstancia que el Presidente de la Nación informaría igualmente al pueblo de la República con el objeto de reafirmar, así como esclarecer, las líneas fundamentales de nuestra política internacional, en un nuevo esfuerzo por disipar todo elemento que contribuya a agravar las dificultades reales que el pueblo argentino está afrontando exitosamente.  Lo hacemos sin reservas, seguros de que ella corresponde fielmente a la determinación soberana de un pueblo adulto, responsable y pleno de confianza en sí mismo, en sus ideales democráticos y en su grandioso destino nacional.

En esta exposición deseo articular y difundir lo esencial de lo que dije el sábado por la noche a los señores jefes de las Fuerzas Armadas, abonado en aquella circunstancia con la información reservada que es inherente al conocimiento de un jefe de Estado. Lo hago con la sinceridad con que habla a los soldados de su patria un gobernante elegido libremente en comicios cuya pureza garantizaron precisamente esos mismos soldados.  Ese gobernante ha sido elegido para desempeñar funciones explícitamente enumeradas en la Constitución Nacional y es personalmente responsable de sus actos ante el pueblo en la forma prescripta por la ley fundamental. Pero además, como gobernante de un país democrático y como ciudadano que se siente irrevocablemente solidario con las esperanzas y los anhelos de su pueblo, no rehuye sino que busca el diálogo permanente con todos los argentinos, honestamente preocupados por los intereses y el prestigio de su país.

Siempre hemos creído que al gobernante no le basta con cumplir y hacer cumplir formalmente las leyes de la República.  El gobernante es un intérprete de su pueblo y servidos de sus ideales e intereses.  Como tal debe buscar inspiración en un diálogo ininterrumpido con sus mandantes, con los representantes de todos los sectores y de todas las opiniones sin subordinarse, por supuesto, a ninguno en particular.  Por eso no consideramos impropio analizar y discutir nuestra gestión con todos aquellos que contribuyen a labrar el destino nacional, sean militares o civiles, empresarios u obreros, estudiantes, técnicos, maestros o simples ciudadanos.  Pero considero también que no hay gobierno sin responsabilidad.  No permaneceríamos ni un minuto en el cargo si se pretendiera que renunciáramos, siquiera parcialmente, a las responsabilidades constitucionales.  Soy el jefe del Poder Ejecutivo y tengo la unipersonal responsabilidad del cumplimiento de los deberes que la Constitución le impone.  Asumo íntegramente esa responsabilidad y no estoy dispuesto a rehuirla, a delegarla o a descargarla en funcionarios que cumplen lealmente las instrucciones que les imparte el presidente de la Nación.

Tal conducta sería impropia de un jefe que aspira al respeto de sus subordinados.

Como presidente de la Nación y dentro del marco de la división y la complementación de los tres poderes del sistema republicano, he asumido ante el pueblo la responsabilidad de ejecutar un programa de gobierno aprobado en comicios libres y que se resume en los siguientes objetivos:

1) Legalidad y vigencia plena del orden jurídico-democrático.

2) Paz social, participación activa de productores y obreros en la consolidación y progreso de la economía nacional.

3) Estabilización y desarrollo económico.

4) Política internacional al servicio del desarrollo interno y ajustado al cumplimiento estricto de las obligaciones que impone la comunidad de las naciones libres, para el afianzamiento de la paz mundial.

Estos objetivos no pertenecen a un gobierno determinado ni han sido inventados por mi partido o por mí.  Todos ellos son imprescindibles e interdependientes. Constituyen el programa de una Nación que necesita cumplirlo totalmente, si ha de sobrevivir como comunidad civilizada.  No cabe en ellos opción alguna porque no son expresiones circunstanciales ni postulados particulares sino necesidades objetivas, históricamente preestablecidas por la realidad de nuestro país y del mundo.

En efecto, no hay opción alguna entre la legalidad y la anarquía; los argentinos no podemos sobrevivir si no extirpamos totalmente el odio partidista y sectario que nos divide y si no creamos las condiciones institucionales, morales y sociales que hagan posible la convivencia pacífica de todas las opiniones y todos los intereses que se ajusten a la ley.

Tampoco hay opción entre la paz social y el odio de clases.  Un país aletargado, detenido en su crecimiento, descapitalizado en los sectores vitales de su economía, no puede entregarse a un estéril enfrentamiento por el reparto de la renta nacional que es característica de las luchas sociales en los grandes países desarrollados.  El signo característico de nuestros problemas es el de su condición nacional y en ese sentido, por grandes que sean las diferencias entre los distintos sectores sociales, ellas deben quedar subordinadas a la unidad nacional frente a las dificultades externas, toda vez que si no afirmamos la independencia económica y la soberanía no habrá soluciones permanentes para nadie. Este es el único camino para construir una economía de abundancia que haga posible la justicia social perdurable.  Se equivocan entonces los empresarios que hacen del provecho su única aspiración cuando tienen que reinvertir sus utilidades en la capitalización de sus empresas y cuidar celosamente ese capital fundamental e insustituible que es el trabajo y el bienestar de sus obreros.  Se equivocan igualmente los dirigentes obreros que consideren que no interesa a la clase trabajadora otra cosa que el aumento nominal de sus ingresos cuando saben que ese aumento es ilusorio en una economía de subproducción y de enormes presiones inflacionarias.

No hay opción entre la estabilidad financiera y la inflación incontrolada.  Si no extirpamos el déficit fiscal, motivado en su mayor parte por el déficit de las empresas estatales, no habrá moneda sana y, por consiguiente, no habrá estabilidad en el salario real de los trabajadores y en los precios de los artículos que consume la población.

No hay opción entre el desarrollo y el subdesarrollo.

La crisis universal de los países exportadores de productos primarios no se soluciona con una política internacional de los precios de esos productos desvalorizados por el exceso de oferta y por la política proteccionista de países industriales que subvencionan su producción primaria y las de sus dominios.  No hay otra solución que la de salir de la condición exclusiva de productores de materias primas y alimentos y emprender un vigoroso y rápido plan de explotación de los recursos internos, industrialización nacional e integración comercial en escala regional y mundial. En materia de comercio exterior hay que suprimir toda discriminación y buscar nuevos mercados en las naciones que como la nuestra están en pleno proceso de desarrollo, cualquiera sea el sistema político imperante en los países a los cuales necesitamos vender o a los cuales necesitamos comprar.  El mundo puede estar dividido por barreras políticas pero éstas no pueden interferir en el comercio y no lo interfieren ni siquiera entre los más enconados rivales cuando se trata de restablecer las corrientes multilaterales del comercio mundial interrumpidas por la guerra.

No hay opción entre la convivencia y cooperación internacionales y el aislamiento.  Los argentinos hemos tenido la dolorosa experiencia de una política fundada en la ilusión la autosuficiencia creada por una prosperidad efí­mera que no se asentaba en el desarrollo orgánico de los rubros fundamentales de toda economía nacional moderna.

Y aquí entramos de lleno al tema principal de esta ex­posición.

Los argentinos, todos los argentinos, estamos irrevocablemente comprometidos a dar término a la tarea de sacar a nuestro país de la quiebra financiera y del atraso económico. Para ello nos impusimos sacrificios y adoptamos medidas drásticas, que afectan el interés inmediato de todos los sectores.  El gobierno acepta íntegramente la responsabilidad de haber ejecutado una política impopular en su expresión indispensable para asegurar a breve plazo el creciente bienestar del pueblo. No vacila en el ejercicio de su autoridad para contener y encauzar la justa impaciencia de quienes se sienten más afectados, que son los trabajadores y sus familias. Ahora mismo estamos decididos a ejecutar hasta el fin el plan de reestructuración de los transportes, resorte económico vital, aun enfrentando la incomprensión de cierto sector de dirigentes gremiales.

Pero la autoridad es indivisible. No se puede exigir del gobierno energía y responsabilidad para vitalizar el frente interno si al mismo tiempo se pretendiera inmovilizarlo y menoscabarlo en la conducción de la política internacional. La política internacional de un país no es una abstracción dada en puros conceptos, sino un instrumento de reali­zación nacional, una herramienta de los pueblos para asegurar su existencia y su prosperidad dentro del marco de comunidad universal. En ese sentido es la proyección externa de su personalidad interna, el medio de obtener los fines nacionales con el auxilio de la cooperación inter­nacional y de las corrientes mundiales del intercambio.

El objetivo básico de toda política internacional es lo­grar el respeto ajeno de la soberanía propia. Nuestro país es un país soberano, fundado en un régimen político demo­crático, en ideales cristianos profesados por la inmensa mayoría católica de su población y que provienen de su irre­nunciable raíz histórica. El primer deber del gobernante es preservar esa herencia y defenderla contra toda agresión, franca o disimulada, directa o indirecta.

Los argentinos repudiamos la concepción totalitaria de la vida, el avasallamiento de la dignidad del hombre por los poderes arbitrarios del Estado, la filosofía atea y el materialismo de todos los extremismos. Estamos dispuestos a defender por todos los medios nuestro acervo espiritual contra la penetración de ideologías repugnantes a nuestra conciencia de pueblo democrático y católico, y este gobierno ha dado pruebas concluyentes de su firmeza en la represión de las acciones disolventes del comunismo.

No necesitamos extendernos para reiterar que Argentina es una parte del mundo occidental. Negarlo o ponerlo en duda es negar nuestra existencia misma en su raíz histó­rica y espiritual y en su realidad geográfica y política actual.

Sin embargo, la forma confusa y tergiversada con que demasiado frecuentemente se viene acudiendo a este con­cepto, nos obliga a reiterar algunas apreciaciones acerca del mismo.

Considero que el concepto occidental tiene un signifi­cado fundamentalmente espiritual y en tal sentido lo vincu­lo a la definición de la posición internacional argentina. Somos occidentales en tanto católicos y democráticos, es decir, en cuanto sustentamos una concepción trascendente de la vida que nos lleva a reivindicar para el hombre una dignidad que está por encima de toda consideración utili­taria y que nos induce, en razón de ello, al respeto de la persona humana, emanado del amor cristiano que no reco­noce ni admite diferencias ni discriminaciones.

Por su fundamento cristiano, el concepto occidental no tiene un carácter excluyente ni restrictivo sino universal. No puede ser utilizado para justificar el predominio o la superioridad de un grupo de naciones sobre otras sino que, por el contrario, conduce a establecer los fundamentos para una auténtica comunidad internacional, dentro de una convivencia fraternal y justa, único basamento para una paz duradera.

Por ello la idea de occidentalismo no puede ser utilizada para mantener indebidamente el sojuzgamiento colonial por algunas naciones so pretexto de que éstas sean deposi­tarias de tradiciones occidentales.

Hay naciones que han pretendido mantener privilegios injustos en el orden internacional a título de ser defensoras del mundo occidental. Esos privilegios consisten gene­ralmente en ventajas comerciales no equitativas o en la explotación de los recursos de otros pueblos, económica­mente más débiles, sin una compensación adecuada. Nada ha causado más daño a los altos ideales de Occidente que estas tergiversaciones aplicadas a defender la injusticia, ya que ellas han sido luego hábilmente utilizadas por la prédica comunista contra los ideales verdaderos y sus defen­sores sinceros.

En los países en que como el nuestro, junto con los muchos beneficios recibidos de nuestras relaciones económicas internacionales hemos padecido los efectos negativos intereses de intereses egoístas e injustos de algunos sectores económicos extranjeros, nos hemos encontrado también con mu­cha frecuencia que tanto empresarios extranjeros de esos intereses como los nacionales vinculados a los mismos, han querido defender, mantener o imponer sus privilegios tan injustos como totalmente utilitarios en nombre de supuestos ­ideales espirituales de Occidente. También en estos casos los sectores que actúan, están dañando gravemente a los ideales que invocan para defender sus intereses y proporcionan su mejor argumento a la prédica disolvente antioccidental.

Por contraposición queremos señalar, como ejemplo de una posición occidental, adoptada por el Presidente Kennedy al anunciar su programa de “Alianza para el Progreso”, que acaba de ser sancionado por la reciente Confe­rencia de Punta del Este y para cuyo exitoso cumplimiento está requiriendo amplios recursos de su propio pueblo. El presidente Kennedy nos ofrece así el testimonio de una nación poderosa que no quiere volcar su fuerza para ex­plotar o sojuzgar a otros pueblos sino que comprende que la mejor contribución a su propio bienestar y sus ideales consiste en cooperar para el progreso económico y el bie­nestar social de los países subdesarrollados.

Pero, por encima de estas apreciaciones, deseo remitirme a la esclarecedora Encíclica “Mater et Magistra” de Su Santidad Juan XXIII, en cuyas páginas están clara­mente definidas las condiciones y normas de la vida inter­nacional por cuya vigencia debemos trabajar los pueblos que nos consideramos depositarios de esos ideales.

La defensa de la soberana propia, elemento básico del derecho internacional, presupone el respeto de las sobera­nías extrañas. No podemos reprimir a quienes intentan alterar nuestro modo de vida si a nuestra vez intentamos alterar el modo de vida de otros pueblos. En nuestra Amé­rica tenemos una triste experiencia de la injerencia extraña en los asuntos internos de otros Estados. Por eso hemos instituido el principio de autodeterminación de los pueblos en el fundamento del sistema interamericano. Si violára­mos ese principio para imponer nuestras ideas a nuestros vecinos, no podríamos protestar mañana cuando otra na­ción quisiera imponer los suyos a los argentinos. Cuando respetamos la autodeterminación de otros pueblos estamos exigiendo, a la vez, el respeto a nuestra propia autodetermi­nación, estamos defendiendo nuestra propia soberanía.

En el mundo han coexistido siempre diversas filosofías nacionales, regímenes políticos autocráticos y democráticos, países católicos, protestantes y musulmanes. La humani­dad ha aspirado siempre suprimir las guerras ideológicas entre naciones porque su experiencia milenaria demuestra que ningún pueblo logra vencer a sangre y fuego el alma de otro pueblo. Vivimos en este mundo diverso y debemos acatar las leves de la convivencia de esas diversidades. Así lo entienden las naciones adelantadas de la tierra, las más celosas de su patrimonio legendario, cuando mantienen relaciones y comercian con otras naciones que son el polo opuesto de sus ideales nacionales. En esta aceptación ex­presa de las diversidades nacionales se funda precisamente todo el derecho internacional y la carta de las Naciones Unidas. La Argentina, que es miembro de esa comunidad, tiene la obligación de respetar sus cánones y los respetará sin excepciones.

Pero la Argentina es más que un miembro pasivo de esa comunidad universal. Después de años de aislamiento la República ha adquirido una gravitación excepcional en los asuntos internacionales, desde luego, hemisféricos, propio­s de una verdadera y efectiva potencia americana. Ello hace que el país haya alcanzado una peculiar consideración mundial y sea altamente respetado. Junto a otros países hermanos, encabezamos una nueva conciencia latinoame­ricana que se proyecta con vigor sin precedentes en el ámbito mundial. Esto no es fruto de una casualidad ni de una improvisación, ni siquiera de una postulación ideo­lógica.

Estamos ocupando un lugar de primer plano por la sencilla razón de que América latina ha decidido empren­der la extraordinaria empresa común de superar el sub­desarrollo y la pobreza. Esta determinación nacional de cada uno de sus países y de la comunidad entera es la que se traduce en su creciente gravitación internacional. La me­dida de esa gravitación es el tamaño de su vocación de pro­greso. Nos hemos hecho fuertes ante los ojos ajenos por­qué hemos determinado con precisión los objetivos y los estamos persiguiendo con irrevocable decisión.

Esta gravitación, cada día más creciente, de la Argentina, determina su intervención constante en los más graves problemas que afronta  actual situación del mundo me­diante consultas directas al Presidente de la Nación. Cues­tiones como la del desarme, las repercusiones del fracaso de la Conferencia Cumbre de París celebrada, el año pró­ximo pasado, la evolución de la guerra fría, la actual situa­ción de Berlín, han provocado contactos directos con nues­tro gobierno por parte de los jefes de Estado de las más grandes naciones del mudo. A la vez que ello demuestra que las discrepancias existentes entre los países comprome­tidos por todas esas cuestiones deben ceder a la necesidad objetiva de negociar los diferendos para mantener la paz del mundo, muestra a las claras que la República detenta voz y audiencia propia en el ámbito mundial. Correlati­vamente, ello acredita que la Argentina no está ubicada entre los satélites, que obedecen sumisos los dictados de las grandes potencias sino que toma parte activa y resuelta en la consideración de los problemas que más afligen a la humanidad.

Con relación a la lucha contra la acción disolvente del comunismo, el aporte de nuestra propia fuerza y gravita­ción en el cuadro internacional es el mejor camino para preservar los principios y tradiciones inherentes a nuestra esencia nacional. Si a cambio de actuar como país inde­pendiente y en ejercicio de su plena soberanía, lo hicié­ramos como satélite, no sólo abdicaríamos de nuestra dig­nidad nacional sino que seríamos responsables de dejar al país desguarnecido ante la reacción y el extremismo. Los satélites nada suman a los principios que se trata de re­servar. Las naciones independientes, comprometidas y alia­das en la defensa de las grandes causas de la humanidad, aportan la fuerza política y moral de su propia gravitación.

En lo que concierne a las relaciones intercontinentales, la reciente conferencia de Punta del Este ha traducido la expresión de un profundo cambio, al que la Argentina ha contribuido de manera preponderante. América latina dis­cutió de igual a igual can los Estados Unidos e impuso sus puntos de vista sobre la urgencia de proveer los recur­sos, en magnitud y oportunidad adecuadas, para el desarro­llo de base del hemisferio. Se dejó de lado la vieja retórica del panamericanismo y se adoptaron resoluciones con­cretas y expeditivas.

Hubo acuerdo de criterios, entre la delegación norte­americana y las de la mayoría de los países latinoamerica­nos en un clima de mutuo respeto y armonía. La prensa mundial ha coincidido en destacar el papel preponderante de la Argentina en las deliberaciones. Puede decirse que

Punta del Este comienza una nueva era en la historia de América y que la Argentina ha sido uno de los princi­pales arquitectos de esta victoria.

Tampoco esta circunstancia ha sido casual. En Punta del Este culminó una política americana que iniciamos antes de asumir el gobierno y cuyo fruto más reciente es el acuerdo de Uruguayana. La República Argentina está indisolublemente comprometida a participar en todos los esfuerzos de integración espiritual y material del continente y cifra en su política americana su mayor y más firme esperanza. En mis recientes conversaciones con los señores Stevenson, Dillon y otros hombres de Estado, escuché la firme opinión de que en todo el hemisferio se considera a la Argentina como factor decisivo del desarrollo económico, la estabilización democrática y, consiguientemente, del triun­fo de los ideales occidentales en América.  Prueba de esta convicción es el éxito que ha acompañado a las negocia­ciones del ministro de Economía y las de nuestro represen­tante en Washington. El gobierno de los Estados Unidos entiende que en el fortalecimiento de la democracia argentina está la prueba de que el desarrollo, base de la elevación de los niveles de vida, puede avanzar y triunfar sin que de ningún modo sea necesario recurrir a la violencia y la destrucción de las libertades individuales que, por el con­trario, actúan como factores negativos.

Al respecto, conviene recordar que con motivo de la conferencia celebrada, el 24 de mayo de este año en Was­hington con el presidente Kennedy por nuestro ministro de Economía, el jefe de Gobierno de los Estados Unidos declaró: “Si los años sesenta deben convertirse en la década del progreso para las Américas, si debemos aportar un progreso económico y una mayor justicia social a nues­tro hemisferio bajo la égida de la libertad, debemos contar para ello con los esfuerzos cooperativos de los gobiernos de la Argentina y de los Estados Unidos.

“Nosotros, los Estados Unidos, esperamos colaborar con el gobierno argentino en sus esfuerzos heroicos para mejorar el bienestar de su pueblo, pues nos he­mos comprometido a participar en el desarrollo económico de la Argentina.  Más importante aún, es que nos hemos comprometido a continuar nuestras rela­ciones de amistad, asociación y respeto mutuo.

“En conjunto, la Argentina y los Estados Unidos pue­den trabajar, no solamente con vistas a la solución de sus propios problemas, sino igualmente para mejorar la vida de los hombres libres de este hemisferio y del mundo entero, pues los Estados Unidos y la causa de la libertad, no tiene amigo más sólido y respetado que el pueblo argentino”.

Una nación no pasa a ocupar un lugar de expectación y privilegio en el concierto mundial sin que ello le comporte nuevas y más graves responsabilidades. Es el caso de la Argentina.  En la medida en que su pala­bra es cada vez más escuchada, su participación en los asuntos del continente se torna imperativa. Aunque sus gobernantes quisieran, no podrían eludir la consideración y el análisis de los problemas de la comunidad. Entre estos problemas el más candente es quizás el de Cuba. El Gobierno mantiene y mantendrá la posición que ha adoptado con respecto a este país.

El Gobierno de esta Nación hermana emplea procedi­mientos que los argentinos rechazamos categóricamente. Nosotros queremos el desarrollo económico, pero estamos dispuestos a conseguirlo afirmando la libertad, respetando las tradiciones espirituales y asegurando la paz social. So­mos y seremos siempre miembros de la comunidad occidental y de la familia americana. Repudiamos la inje­rencia de potencias extrañas en los asuntos americanos. Esta posición del Gobierno argentino es perfectamente conocida por los dirigentes cubanos. Y así se lo ratifiqué al doctor Guevara. Pero este representante oficial de una nación americana solicitó una entrevista al Presidente de la República Argentina para exponerle la opinión de su gobierno en materia de las relaciones con el resto del hem­isferio. Hubiera sido impropio de la responsabilidad que la propia familia americana le asigna a la Argentina, ne­garse a recibir al representante de un gobierno americano por más opuestos que sean los criterios sustentados por uno y otro Estado.

Una Nación seria y responsable no debe practicar la política del avestruz que consiste en eludir los problemas o en pretender ignorarlos. Existe un problema cubano y es obligación de todos los Estados americanos considerarlo y buscar una solución que convenga a la comunidad ame­ricana y a sus ideales democráticos. No puede admitirse que América, y cada uno de los países que la constituyen se desinteresen de la situación de una Nación hermana sujeta a serios diferendos con las demás. La paz y la tran­quilidad de América, la preservación del sistema regional interamericano y la estabilidad política de nuestro conti­nente hacen que no pueda ni deba desaprovecharse una sola posibilidad, por mínima que fuere, para que se reafir­men los principios de aquel sistema y su vigencia en todos los países del hemisferio.

Si el representante cubano deseaba discutir con el Pre­sidente argentino ese problema, habríamos faltado a nues­tros deberes de gobernantes y de americanos sí hubiésemos rehuido el diálogo. Solamente los débiles eluden la con­frontación con hombres que no piensan como ellos. Nin­guno de los estadistas de las grandes naciones occidentales rehúsan hablar con los dirigentes de los países comunistas. Nosotros no querríamos ser jamás gobernantes de un pueblo que tiene miedo de confrontar sus ideas con otras ideas.

El pueblo argentino nunca tuvo miedo en el pasado ni lo tiene ahora. Por el contrario, está absolutamente conven­cido de que la causa americana, occidental y cristiana es invencible y, que Cuba, tarde o temprano, se reintegrará plenamente al seno de la familia americana.

La Argentina es un país que gravita en América, porque la categórica definición de sus objetivos nacionales así lo ha determinado. Su política internacional debe estar a la altura de esa responsabilidad y no rehuirla nunca.

La responsabilidad consiste en ser claros y coherentes y en actuar con el respaldo del pueblo en cada ocasión. Fijados los objetivos y definida la doctrina, la conducción no puede ser vacilante ni deliberativa; debe ser ejecutiva. No podemos exigir el respeto del mundo si en cada movi­miento de nuestra personalidad internacional no se refleja la unión y la cohesión internas.

Hemos definido con hechos y no con simples palabras la política internacional argentina en esta hora decisiva del mundo. Es la hora en que la rivalidad estéril de la guerra fría, estéril porque no da soluciones positivas, ceda su sitio a una política dinámica como la que se expresa en el “Programa de la Alianza por el Progreso”. Es la política de la afirmación democrática, de la ayuda al desarrollo económico de las naciones atrasadas, la política de la libera­ción definitiva del mundo colonial, de la cooperación re­gional e internacional. No hay disensiones políticas que puedan distraer al mundo de esta empresa común de pro­greso y de bienestar para todos sus habitantes en la era de los maravillosos avances tecnológicos.

Los argentinos estamos realizando con el esfuerzo del pueblo la integración de nuestras fuerzas internas y la integración de nuestro país en la comunidad americana con proyecciones desconocidas en el pasado. Los grandes países industriales de Norteamérica y de Europa están volcando importantes recursos técnicos y financieros al desarrollo de América latina, única zona subdesarrollada de occidente.

Tenemos al alcance de nuestras manos la victoria decisiva en esta batalla por la elevación espiritual y material de nuestros pueblos. Traicionamos los altos intereses de la comunidad occidental cuando nos distraemos en la inútil discusión de querellas políticas, cuando magnificamos cual­quier episodio que nos divide en lugar de luchar por los grandes objetivos que nos unen y que han de preservar­nos eficazmente de la contaminación totalitaria.

La soberanía nacional se defiende fortaleciendo el fren­te interno para actuar con una sola voz en el concierto internacional. La defensa de los ideales democráticos del pueblo argentino no es patrimonio exclusivo de sector al­guno. Todos los argentinos estamos obligados a preservar la dignidad nacional. El Presidente de la Nación es sola­mente el intérprete de esta conciencia nacional cuando trata con los extranjeros. Y el país y el mundo tienen derecho a exigir que el Presiden argentino hable en nombre de todos los argentinos.

Estoy convencido de que hablo en nombre de todos los argentinos cuando digo que el gobierno no retrocederá en el cumplimiento del programa de afirmación democrática y desarrollo económico y social que convertirá a la Argen­tina en la presente década en una potencia mundial. Cuan­do digo que solamente en la marcha hacia esos objetivos podremos consolidar la libertad y asegurar trabajo, salarios dignos y los beneficios de la cultura a todos los habitantes de la República y cuado afirmo que la política interna­cional argentina, que ha devuelto a nuestro país su pres­tigio de Nación soberana e independiente, es la política que sirve a los intereses, ideales del mundo espiritual al que pertenecemos indisolublemente y a los más altos ideales de la paz mundial.

En nombre del orgullo argentino, del bueno nombre de la Nación Argentina, formulo este nuevo llamado a la unidad nacional y afirmo solemnemente que cumpliré con mi deber sin vacilaciones, porque así entiendo servir a la preservación de la soberanía nacional, que es indivisible e indeclinable y emana del pueblo.


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