Con ánimo de ampliar asumimos que nuestra primera columna sobre este verdadero “trompe-l’œil” de la ideología en la Argentina ha tenido cierto éxito de crítica generando discrepancias interesantes. Nos proponemos agregar algunos elementos para un debate que no aflora del todo, pero que está latente ahí, listo para sacar a la luz los sobreentendidos que están bloqueando el análisis crítico (y autocrítico) de esta cuestión central para diseñar un modelo nacional de acumulación en nuestro país. La primera reflexión es sobre la lógica formal, que  mediante silogismos y deducciones sucesivas arriba a presuntas verdades que luego hay que imponerle a la realidad para que se nos vuelva inteligible, o al menos lo parezca. La falsedad (relativa) de la afirmación-núcleo “no se puede distribuir lo que no se ha producido previamente” no se debe a la robustez del enunciado sino a la dificultad para verificarla en la práctica. No se aplica más allá de la economía familiar y tampoco del todo allí. Por caso, una empresa que asume inversiones y amplía su capacidad de producción  incorporando personal y otorgando incentivos salariales está proyectando ganancias futuras y ordenando la gestión de modo que el resultado final, en el tiempo, sea el esperado en réditos que, en rigor, ya han comenzado a distribuirse antes de que se obtengan. Más impreciso y complejo se vuelve el asunto cuando se aplica a una economía nacional, que sigue siendo el ámbito o contexto en el que se deben analizar las comunidades humanas.

La mal llamada “teoría del derrame” se universalizó durante los ochenta-noventa del siglo pasado con la ola neoliberal que asoló al mundo entero, dando como resultado mayor desigualdad en todas partes, incluso en las economías desarrolladas, que no por casualidad son las que alcanzan más alto nivel de industrialización e incorporación de innovaciones tecnológicas a los procesos productivos. En estas playas se utilizó para contener reclamos salariales sobre otra grosera confusión ideológica simplificadora de esos años: la que sostiene que la productividad pasa ante todo por bajar “el costo laboral”. Su cometido confusionista fue eficientemente aplicado para contener demandas salariales que debían postergarse hasta que el proceso de acumulación alcanzara un nivel tal que se derramara naturalmente como la espuma de la cerveza. En ese punto, cuando las demandas salariales pudieran atenderse sin apremios por parte de los empleadores todo iría sobre ruedas. Huelga decir que a ese estadio nunca se llegó ni siquiera en la época dorada de la Convertibilidad. No había donde llegar porque era un espejismo. Algunas mentes predispuestas la asumieron como cierta, en el marco de un amplio despliegue publicitario que contó con el concurso de entusiastas comunicadores adecuadamente motivados. A la masa asalariada, en general, no le hizo gran mella, enfocada como estaba en el esfuerzo por garantizar su supervivencia frente a lo que era más evidente: la pérdida de fuentes de labor. Pero como siempre sucede, puesto que las ideas no se matan: pervive como un prejuicio y todavía funciona, por descuido, reapareciendo cada tanto para realimentar la confusión general.


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