Rogelio Frigerio (abuelo) solía decir que el tipo de cambio tendía a reflejar, en última instancia, la productividad relativa de las economías. Esta idea de la economía política clásica parece de anticuario o demasiado abstracta; hoy es generalmente aceptado el enfoque de la cuestión cambiaria como un fenómeno principalmente monetario. Esta distinción aparentemente académica puede echar luz sobre la corrida de mayo de 2018.
Inmediatamente después de la salida del cepo, a principios de 2016, el equipo económico debió definir una estrategia alrededor de varios factores clave de la política económica: el tipo de cambio, la tasa de interés, el déficit fiscal. Hubo una decisión central, derrotar rápidamente la inflación, que influyó mucho en los criterios adoptados. Pero también se decidió avanzar paso a paso. El denominado gradualismo consistió en un programa de reducción paulatina del déficit fiscal, y eliminación también gradual de las regulaciones de precios y tarifas, como también una moderada reapertura del comercio exterior. Frigerio hubiese señalado que además era imprescindible fijar “una política de desarrollo”, vale decir, una política orientada al aspecto más “estructural”, a promover “la acumulación y la inversión” en el sector privado, estrictamente a elevar la tasa de capitalización y la productividad globales de la economía.
Tras la corrección inicial (salida del cepo), se apuntó a fijar un tipo de cambio relativamente bajo y estable y tasas de interés altas. Esto debía contribuir a derrotar la inflación rápidamente. Pero es coexistió con algunas recetas tildadas de “neokeynesianas”: incentivo a la obra pública, fomento del crédito hipotecario, recomposición de los haberes jubilatorios, etc. Apareció así una primer inconsistencia del modelo gradualista: la coexistencia de una política monetaria restrictiva con una política fiscal todavía muy expansiva.
Como en varias oportunidades en la historia argentina (Frigerio lo hubiese señalado con insistencia) una corriente de capitales especulativos se abocó al carry trade, aprovechó las altas tasas de interés para la especulación financiera de corto plazo. Pero el “corto plazo” se extendió mucho. A lo largo de 2016 y 2017, la inflación no desaceleró al ritmo establecido por las optimistas metas del Banco Central, en parte porque el impacto de la corrección de los precios regulados –fuertemente retrasados de origen–, fue mucho más determinante que el ritmo de corrección salarial o los esfuerzos por limitar el dinero circulante. Pero más estructuralmente, porque los incentivos al sector privado no alcanzaron a dinamizar la inversión de modo tal que la economía emprendiera un camino de crecimiento significativo. Frigerio hubiera dicho que la inflación argentina no es un fenómeno puramente fiscal y monetario, sino que responde en el fondo a insuficiencias estructurales de la oferta de bienes y servicios de la economía en su conjunto, retroalimentada, por supuesto, por el déficit fiscal y la emisión monetaria. Por lo tanto, la política antiinflacionaria no podía limitarse a combatir el déficit, pisar el cambio y subir el interés. “El Tapir” también nos hubiera dicho: cada peso que se aplica a interés deja de presionar, es cierto, al alza general de precios, pero también se sustrae a la inversión productiva, que es el único remedio genuino para la inflación argentina. Por eso, al bajar el cambio y subir la tasa se decide algo así como usar aspirinas para bajar la fiebre, al tiempo que se descarta llamar al médico para encarar la enfermedad que está a la base.
Sin embargo, el veranito de ingreso de divisas y valorización de activos funcionó como una anestesia en el equipo de gobierno. Pareció que todo marchaba tal vez despacio, pero en el sentido correcto: que la inflación bajaba, que se recomponía la inversión y con ella el empleo privado, que bajaba la pobreza, mejoraban los ingresos, etc. La valorización de las empresas argentinas pareció reforzar los motivos de este optimismo. Si el país pasaba de ser “fronterizo” a “emergente” en la calificación de su riesgo, más capitales externos acudirían a reforzar el proceso. Esta idea se repitió hasta el cansancio, incluso hasta la semana anterior a la corrida financiera.
Los economistas suelen decir que las tasas altas son medidas “de coyuntura”, “de corto plazo”, pero la historia económica enseña, también, que es relativamente fácil entrar en el esquema de tasas altas y cambio retrasado, pero mucho más difícil salir. La realidad lo demostró una vez más. Cuando cambiaron las condiciones externas y los capitales decidieron que era el momento de buscar seguridad, economía argentina mostraba una tremenda fragilidad: tipo de cambio retrasado, inflación persistente, muchos precios regulados todavía retrasados (es decir, más inflación latente), déficit fiscal persistente. A eso se agregaba un cierto ruido parlamentario, pero sobre todo, un fuerte déficit de cuenta corriente del balance de pagos, determinado por el esquema de financiamiento externo elegido. Como un pedacito de manteca extendido sobre demasiado pan, el gradualismo se reveló insuficiente, y nuestro país parece ser el único en el ancho mundo que padece tan graves consecuencias de un modesto ajuste de las tasas de interés internacionales.
Por eso el origen de la corrida no es, como dijeron algunos analistas, que se hayan relajado en diciembre de 2017 las metas de inflación en las que ya nadie creía, ni que se haya bajado la tasa de interés en un insignificante medio punto. Hay que mirar mucho más atrás, al momento de la salida del cepo, cuando el gobierno cayó en la trampa de la ortodoxia monetarista, promovida por el Banco Central (no deja de ser significativo que los economistas menos ortodoxos, Prat Gay y Melconián, hayan abandonado el gobierno), cuando se estableció la política de altas tasas y cambio retrasado. La inflación, en la medida en que no bajó al ritmo esperado, retroalimentó el problema. Y curiosamente el economista ortodoxo, como el drogadicto que cada vez necesita más sustancia, pretende tasas cada vez más altas. crisis cambiaria
Por cierto, la historia económica argentina ha mostrado una y otra vez cuán tentador es para los gobiernos sostener el dólar barato. Martínez de Hoz o Cavallo son la referencia más a mano. Como si el “efecto riqueza” que ofrece a las clases medias fuese irresistible: viajes al exterior, compras de indumentaria, electrónica y autos importados son la manifestación inmediata de que vale la pena ser argentinos. Resulta cruel que no hayamos aprendido que el ajuste cambiario al final es siempre muy doloroso.
La verdad es que no se podía derrotar la inflación rápidamente, por varias razones. Antes que nada, había muchos precios regulados muy retrasados. El sendero de corrección gradual de estas distorsiones ya era un factor independiente de la política monetaria que alargaba los plazos de reducción de la inflación núcleo. Pero fundamentalmente (otra vez Frigerio) a la raíz de la inflación está el conflicto entre la puja redistributiva y la baja productividad global de la economía. Después de una “década ganada” de desinversión y descapitalización, a la base de los aumentos de precios lo que hay es baja productividad y escasa conciencia social al respecto. La reluctancia del gobierno a ser más agresivo en su política de ajuste del sector público, tuvo su correlato obvio en el sector privado, que no redefinió sus modelos de negocios, al menos no en el sentido de la capitalización y los aumentos de productividad. Entre otras cosas porque ¿para qué tomar esos riesgos si, por otro lado, había altísimas ganancias garantizadas con el dinero quieto colocado en Lebacs?
Ahora la crisis cambiaria obliga a redefinir un nuevo equilibrio descontando una mucho menor benevolencia o condescendencia de la mirada externa, y el modelo de crecimiento deberá ser más claro y más consistente. Asumir las implicancias sociales y políticas de un tipo de cambio realista (más bien alto) parece ser una exigencia básica, elemental del nuevo contexto. Pero también una política más agresiva de ajuste del gasto improductivo, combinada con la dinamización efectiva de la inversión. Curiosamente, el primer reflejo del gobierno fue en sentido contrario: un ajuste de la inversión pública porque, claro, es lo más fácil de ajustar.
Lo que hace falta es una revolución de la inversión, que sólo puede ocurrir de la mano de una política económica definidamente orientada a ese fin. Tal vez haga falta mucha más imaginación y pragmatismo (y heterodoxia) para diseñarla y ninguna idea debiera ser descartada en ese sentido. Desgravaciones masivas para la inversión de riesgo, tipo de cambio diferenciado para la importación de bienes de capital, apoyo e incluso subsidios al blanqueo laboral, reducción de impuestos al trabajo, modernización de la regulación laboral (y de su enfoque judicial), blanqueo masivo de la actividad económica pequeña y micro informal, a niveles impositivos mínimos.
Para terminar, sería importante observar que la respuesta ortodoxa, siempre a mano, siempre más fácil y seductora, la hemos experimentado muchas veces. Con idénticos y lamentables resultados. crisis cambiaria crisis cambiaria crisis cambiaria crisis cambiaria
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