Israel camina en punta de pie hacia el abismo. El Knéset (parlamento) aprobó esta semana una ley que limita el poder de la Corte Suprema para frenar las decisiones del Gobierno. Desató así una crisis institucional sin precedentes que amenaza la división de poderes y la misma democracia.
La reforma judicial impulsada por el primer ministro, Benjamín Netanyahu, provocó indignación en un sector de la sociedad. Multitudes protestaron durante meses en todo el país contra lo que consideran un avance totalitario sobre los derechos adquiridos de las minorías y el buen funcionamiento de la democracia.
Esto ocurre en un momento de profundas divisiones en el país, que tiene el gobierno más derechista en sus 75 años de historia, una coalición de partidos de extrema derecha y ultraortodoxos con posiciones racistas, ultranacionalistas y homófobas.
Las espadas del Gobierno argumentan que la reforma evitará la interferencia excesiva del poder judicial en los asuntos legislativos y restaurará el poder de los funcionarios electos, que tendrán potestad de designar a los jueces. El aspecto más controvertido de la ley, sin embargo, es que una mayoría simple del Knéset podrá revocar cualquier decisión de la Corte Suprema. Esto, en la práctica, significa que elimina los contrapesos que el máximo tribunal tenía sobre el Gobierno.
Influir en la Justicia es fundamental para Netanyahu, que a sus 73 años enfrenta acusaciones por casos de corrupción.
¿Realmente Netanyahu está al mando del Gobierno?
Netanyahu volvió al poder a finales de 2022, un año y medio después de dejar la oficina de primer ministro por primera vez en una década. La formación del Gobierno, sin embargo, fue una negociación dura. Bibi, como es conocido popularmente Netanyahu, tuvo que pactar con partidos considerados marginales en la política israelí por sus posiciones ideológicas extremas.
Algunos analistas críticos sostienen que Bibi es manejado por sus socios en la coalición. En particular, por el partido Otsmá Yehudit, de ideología sionista religioso. El líder de Otsmá Yehudit es Itamar Ben Gvir, actual ministro de Seguridad Nacional y un ferviente defensor de los asentamientos de israelíes en Cisjordania. Los llamados colonos son uno de los problemas más críticos en la disputa entre Israel y Palestina. Son tierras ocupadas ilegalmente por ciudadanos de Israel, una ocupación que comenzó tras la Guerra de los Seis días en 1967 y ha continuado con los años.
El control de la justicia también es importante para Ben Gvir, que fue condenado por incitar a la violencia y el racismo contra la comunidad árabe. Además, es admirador de Baruch Goldstein, otro ultraderechista que asesinó a sangre fría a 29 fieles palestinos en la masacre de la Tumba de los Patriarcas de Hebrón, en 1994.
Los partidos ultraortodoxos judíos también quieren una justicia manejable. En su caso, para que los tribunales no eliminen los privilegios especiales, como la exención del reclutamiento militar de la que gozan los estudiantes de yeshivá, o que restrinjan la autoridad religiosa sobre los matrimonios y otras leyes civiles. Además, sus legisladores presentaron un proyecto de ley que equipara el servicio militar con el estudio de la Torá. Sin embargo, Likud, el partido de Netanyahu, aclaró que esta iniciativa no forma parte de la agenda legislativa.
Un sector de la sociedad considera sectas a los ultraortodoxos que desprecian la vida cosmopolita de Tel Aviv y esperan la llegada del mesías.
La Justicia también ganó enemigos entre los partidos nacionalistas. En especial por las restricciones judiciales a la expansión de los asentamientos en Cisjordania. Entre los nacionalistas hay quienes proponen anexar los territorios ocupados. Una acción de este tipo podría desencadenar una escalada de violencia entre israelíes y palestinos, e incluso involucrar a grupos terroristas como Hamas y la Yihad Islámica.
Presiones a favor, marchas en contra
Tanto nacionalistas como ultraortodoxos manifestaron su intención de dejar el Gobierno si Bibi no mantenía un respaldo firme a la reforma judicial. Lo presionaban para que se echara atrás, como ocurrió en marzo pasado. Bibi aplazó entonces el tratamiento del proyecto de ley ante la ola de protestas desatada, que incluyeron a empresarios, sindicatos y profesionales. En ese momento, reservistas militares de la fuerza aérea de Israel y otras unidades, como agentes de inteligencia clave para la defensa del país, amenazaron con abandonar el servicio si la reforma era aprobada.
Entre los grupos más movilizados contra la reforma estuvieron el colectivo LGTBI, las organizaciones de mujeres y los ciudadanos palestinos residentes, temerosos de perder sus derechos. Muchos aseguran que emigrarán si la ley no es derogada.
En las manifestaciones hubo choques violentos entre los fundamentalistas que apoyan la ley y los ciudadanos que estaban en contra, lo que se sumó a la represión de fuerzas gubernamentales.
Existe un temor real a que corra sangre por las calles. Aún está fresco el recuerdo de la trágica jornada del 4 de noviembre de 1995 en Tel Aviv, cuando un fanático ultraortodoxo asesinó al premier Isaac Rabin, artífice de los Acuerdos de Oslo junto a Shimon Peres. Los Acuerdos de Oslo barajaban la posibilidad de crear dos Estados, Israel y Palestina, para poner fin a las crisis constantes entre ambas naciones.
A pesar de unos tímidos intentos de negociación con la oposición, Bibi siguió adelante con la reforma judicial.
Una vez aprobada la ley, los medios de comunicación hicieron sentir su reprobación. Los principales diarios del país publicaron una tapa con un rectángulo negro que cubría casi toda la página y un texto que decía: “Un día negro para la democracia israelí”.
En Israel no hay un Tribunal Constitucional como en España o Francia, que pueden vetar leyes. De hecho, no existe una constitución en el país, ya que el fundador del Estado, David Ben Gurion, evitó las discusión de un texto que podía profundizar las divisiones entre los distintos sectores. Históricamente, la Corte Suprema cumplió el papel de proteger los derechos de las minorías, desde ciudadanos palestinos de Israel hasta no ciudadanos y solicitantes de asilo africanos judíos. Por eso, el avance contra la justicia representa un peligro para la democracia israelí. No se descarta que la Corte Suprema recurra a emitir una “orden judicial temporal” que impida que la ley entre en vigencia hasta que pueda realizar una revisión adecuada.
Varias democracias cedieron ante el avance contra la Justicia. Sobran ejemplos, desde Hungría hasta Turquía y Polonia. O casos extremos, como Rusia y Venezuela. Los intentos de reformas para subordinar la Justicia al Gobierno fracasaron en Argentina y Brasil.
La sociedad civil israelí continúa movilizada y se espera que las protestas se intensifiquen. Puede ser la mayor prueba política en la larga carrera de Bibi.
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