nauguración de los Estados Generales, 5 de mayo de 1789 (cuadro de Auguste Couder, 1839) / foto dominio público en Wikimedia Commons
nauguración de los Estados Generales, 5 de mayo de 1789 (cuadro de Auguste Couder, 1839) / foto dominio público en Wikimedia Commons

Izquierda y derecha son dos hechiceras vaporosas que han sobrevivido a la racionalización de la vida social iniciada con el Iluminismo en las postrimerías del siglo XVII, pero obtuvieron su fe de bautismo cien años más tarde por la banal ubicación física que ocupaban los diputados en la Asamblée Nationale en setiembre de 1789, en los inicios de la Revolución Francesa.

A la derecha del presidente quienes pretendían que el rey de Francia mantuviera una función limitada en la administración del estado y a la izquierda quienes querían abolir la monarquía e instaurar la república, que resultaron triunfantes, terror mediante, para mutar luego en pocos años y demasiada sangre al régimen napoleónico. Si la distribución de los animadores de una y otra posición en aquel recinto puede puede ser considerada una cuestión circunstancial, no lo es en modo alguno respecto de los intereses en juego, y por eso, bien que mal, han sobrevivido. La tensión entre el orden que favorece al capital concentrado y los intereses sociales más amplios se mantiene hasta nuestros días y no poca confusión ha generado en los debates y las pujas políticas.

Hoy en la Argentina, aunque con muchos matices, aparece en la larvada pero no menos beligerante diferenciación entre la democracia (esto es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, que en nuestro ordenamiento jurídico constitucional está mediada por la representación: “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”) y la república, que se reclama bienpensante como un orden institucional donde el poder no pueda ser monopolizado por un segmento de intereses o privilegios,  e incluso –y especialmente en estos tiempos– que puedan configurar una mayoría electoral que ponga en riesgo ese orden.

Esa tensión, bien mirada, es fecunda y garantiza las dos condiciones básicas de una construcción comunitaria deseable: que el cuerpo social produzca los bienes necesarios para abastecer las necesidades de sus miembros y que su más amplio acceso no resulte interferido por una apropiación desigual de la renta a la postre manifiestamente injusta. Dicho de otro modo: que la reproducción y ampliación del capital social esté garantizado en condiciones de la mejor distribución posible. No son incompatibles como pretende el discurso simplificado de las dos impostoras, fuese porque se ignore que la acumulación prospera de modo más estable en conjunción con la ampliación del mercado local o porque se presuma, como sostuvo Proudhon como epítome del anarquismo, que “la propiedad es un robo”. No hay prosperidad ni bienestar sin acumulación, pero bien puede haber acumulación sin prosperidad, lo que lleva tarde o temprano a reformas políticas y sociales de mayor o menor envergadura.

Derecha e izquierda, aquí y en otros lugares del mundo, presumen de saber de qué se trata, cuando en realidad es la relación de fuerzas la que determina –sin despreciar la habilidad de los negociadores– el punto de conjunción que permite el progreso. Ambas impostoras dan consuelo y certezas a los protagonistas, que se dejan cómodamente engañar. Si de criticarlas por sus frecuentes imposturas se trata, digamos de la derecha que con cierta facilidad se vuelve cínica y de la izquierda que a veces se vuelve hipócrita e incoherente. Por el momento lo deseable parece imposible: archivarlas y recurrir a criterios menos resbaladizos para entender y resolver nuestros desafíos nacionales.


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