Billetes de 1000 pesos que se escurren cada vez más rápido de las manos de los argentinos. BBC
Billetes de 1000 pesos que se escurren cada vez más rápido de las manos de los argentinos. BBC

Que la inflación es un drama para la economía argentina, no sólo es un lugar común, es una especie de comodín que inunda el debate público e impide plantear los problemas económicos de manera sensata. Las trivialidades escolares sobre la inflación, la emisión monetaria, el deficit y el gasto público se multiplican y superponen en los análisis de economista exaltados y comentaristas sabihondos, mientras se hace un silencio atroz sobre las insuficiencias estructurales de la economía argentina, la destrucción de los circuitos de acumulación e inversión, las carencias de infraestructura de transporte, logística y comunicaciones, la caída de la productividad global, la bajísima creación de empleo genuino, la destrucción de la cultura del trabajo y la consolidación de la pobreza estructural.

Argentina en Datos on Twitter: "La tasa de inversión de 2020 es la segunda más baja en 60 años, sólo superada por la de 2002. https://t.co/tBgCTaKZFF" / Twitter

Hace 200 años, la economía política clásica discutía los problemas de la producción y distribución procurando desentrañar el origen de la riqueza de las naciones. Eran tiempos de pensamiento original y fecundo, honestidad intelectual, formulación aguda de problemas complejos, y búsqueda inteligente de hipótesis que explicasen los problemas de la ciencia social. Hoy parece que nos hubiésemos olvidado de todas las lecciones que nos legaron los viejos maestros y no pudiésemos plantear un sólo problema económico sin extraviarnos en sentencias ramplonas sobre la incapacidad de la política para controlar el gasto público, la pulsión de los gobiernos al retraso del tipo de cambio, el déficit, y el endeudamiento o la emisión. En resumen, todo parece reducirse a este ABC. La formulación más atractiva y sofisticada de esta obviedad se encuentra en el paper de hace unos años de Gerchunoff y Rapetti y es explicada por ese ultimo en su entrevista con Visión Desarrollista.

¿Podemos plantear los problemas de la economía argentina y los desafíos de su desarrollo sin dispersarnos en consideraciones sobre “la necesidad de una macro ordenada”? ¿Podemos enfocar, antes que la cuestión de la distribución de los excedentes, qué parte de esos excedentes pueden alimentar la acumulación y la inversión? ¿Podemos discutir la estructura tributaria priorizando los incentivos a la inversión, antes que la necesidad de “cerrar las cuentas públicas”? ¿Podemos discutir las tasas de interés enfocando su impacto en el financiamiento de la inversión y el capital de trabajo, antes que en los agregados monetarios? ¿Podemos procurar que el tipo de cambio aliente las exportaciones de productos locales y la importación de bienes de capital, en lugar de subsidiar el consumo de bienes suntuarios importados?

La distorsión del debate público es manifiesta. Se habla poco o nada del factor crucial de la prosperidad o estancamiento de la economía argentina, que coincide con el motivo profundo de la inflación más allá de las perogrulladas alrededor de la emisión. La economía argentina no crece porque no hay circuitos de acumulación e inversión que se traduzcan en mejoras de la productividad sectorial y global, ganancias de competitividad y creación de riqueza genuina.

Las economías que mejoran su productividad se enriquecen respecto de las que no lo hacen, que se empobrecen. Esto vale para cualquier análisis, de izquierda o derecha, marxista, keynesiano o neoclásico. Y si un país pobre pretende estimular el consumo mientras pierde productividad, no hay fórmula keynesiana, marxista o austríaca que le permita evitar la inflación, con moneda local o en dólares, con o sin Banco Central.

La formulación del drama económico argentino no puede limitarse a cuestiones fiscales o monetarias.

Tiene que (a) enfocar las particularidades de nuestra geografía, de nuestros recursos naturales, de nuestra cultura y de nuestro capital humano y social, y cómo estos recursos se organizan en una superestructura institucional: un diseño político, institucional y normativo, que no surge de la nada, sino que resulta de una historia.

Tiene que (b) contemplar el modo en que esa superestructura institucional (los Estados nacional, provinciales y municipales, la estructura normativa desde las garantías constitucionales, pasando por las leyes, decretos, regulaciones) organiza, regula, incentiva o penaliza las diferentes actividades y sectores de la economía real.

Y tiene que (c) comprender las condiciones de funcionamiento de la economía real (determinadas por todo lo anterior), el modo en que ésta economía real se relaciona con los patrones de consumo y los estándares tecnológicos de producción cada vez más globales, la productividad global y sectorial de las economías más importantes y de los países vecinos, las oportunidades y amenazas del contexto geopolítico.

A despecho de todo esto, y pesar de ser el resultado de una condición estructural de la economía (que abarca desde las condiciones materiales de organización de la producción hasta los estándares de consumo, los niveles salariales, pasando por las instituciones y prácticas políticas y económicas, cultural e históricamente determinadas), la inflación es señalada como “el problema central” de la economía. Si la inflación es el problema central, entonces toda la política del Gobierno tiene que ordenarse alrededor de un sistema de decisiones, normas, incentivos y penalidades que procuren antes que nada la estabilidad de precios. Todo se reduce a un plan de estabilización.

Pero la inflación no es, por supuesto, un fenómeno simple, con una estructura causal lineal. Ni tan siquiera es un “problema multicausal”, como se dijo hace unos años. Según la perspectiva desde que se lo enfoque, tiene causas y efectos muy diversos. Lo que importa no es la inflación de precios, sino la dinámica inflacionaria subyacente, que no está en los precios, sino en la producción y distribución de bienes, la acumulación y la inversión, el ahorro y el atesoramiento.

La explicación típica de la inflación por el exceso de gasto, el déficit y la emisión, es insuficiente porque hay muchos tipos de gasto, del mismo modo que hay muchas formas y tipos de impuestos, y niveles de presión tributaria, todo esto con efectos muy diferentes en la actividad económica.

¿Cuáles son las razones por las que el gasto público puede exceder los ingresos?

Veamos primero los ingresos públicos. La estructura tributaria puede favorecer o penalizar el consumo, el ahorro o la inversión, según los tipos de impuestos, la relación proporcional entre ellos, su nivel nominal, la capacidad contributiva de los agentes, y la capacidad recaudatoria y de control del Estado. Así un mismo nivel de presión tributaria (digamos por ejemplo 35% del PIB) puede estar estructurado de manera tal de incentivar el ahorro y la inversión, o inhibirlos; puede tender a incentivar la actividad formal (y por ende la eficiencia y el volumen de la recaudación), o por el contrario alentar la informalidad (con la consiguiente evasión y eventual caída de la recaudación).

Es decir, aún antes de considerar si el gasto es mucho o poco, la presión tributaria por sí misma nos dice muy poco respecto del impacto real de la estructura de impuestos en la actividad económica concreta. Y luego, el déficit puede obedecer a una mayor o menor presión recaudatoria, con su obvio correlato en materia de actividad, evasión e informalidad.

Por otro lado, el gasto público tampoco es un agregado uniforme e indiferente. Al contrario, es importante diferenciar el carácter del gasto público. Imaginemos, por ejemplo, un escenario (A) en que se realiza una formidable inversión pública para la modernización de todos los ferrocarriles del país. En el otro extremo, imaginemos un escenario (B) en el que —como ocurre frecuentemente— aumenta la dotación de empleados públicos por razones políticas o para disimular el desempleo.

Son dos escenarios radicalmente diferentes aunque aparentemente ambos puedan generar “déficit”. La inversión en infraestructura de transporte implica una reducción de costos logísticos para la producción, un aumento de la eficiencia y la velocidad del transporte de cargas, mejora la productividad y la competitividad de amplios sectores de la producción, puede estimular actividades ya existentes o hasta generar nuevos negocios. Dinamiza la oferta de bienes en el mercado, baja costos. El incremento del gasto en salarios del sector público, en cambio, redunda en un incremento de la demanda en el mercado, que no tiene una contrapartida en la oferta de bienes. Estos salarios retribuyen un “trabajo” cuyo resultado no llega nunca al mercado.

Lo que queremos decir es que ambos gastos pueden generar déficit, pero la traducción de cada uno en el comportamiento de los diferentes precios de la economía es muy diferente.

Discriminar el carácter del gasto también es válido para observar cómo impacta en la inflación el comportamiento de la inversión privada. La inversión privada se orienta por expectativas de rentabilidad y seguridad en función de la estructura relativa de precios y regulaciones. En las últimas décadas la inversión ha tendido a sustraerse al circuito de producción de bienes (particularmente los mercados regulados por controles de precios), o a la producción de energía o de servicios de comunicaciones (con tarifas también reguladas), que operan cerca del límite de capacidad instalada. Esto estanca la producción de muchos bienes y servicios, y alimenta una formidable presión inflacionaria, que los controles no neutralizan, sino que únicamente difieren hacia adelante en el tiempo. Los negocios privados rivalizan en el mercado de financiamiento con alternativas mucho más atractivas de cortísimo plazo, como por ejemplo las letras del Banco Central, un instrumento de financiación de la deuda pública al fin y al cabo, que también alimenta una devaluación futura. Las tasas de interés así arbitradas, y en tal contexto ¿son un instrumento genuino para contener la inflación?

Suele decirse que hace falta un plan de estabilización y desarrollo, emulando aquél que se aplicó durante el gobierno de Frondizi, en 1959. Vale recordar que esa experiencia no se enfocó únicamente en la desregulación de la economía y la racionalización del gasto público del posperonismo —materias en las que avanzó, por supuesto, y a fondo—, sino que impulsó una política de inversiones masivas que sentó las bases de una capitalización y modernización de toda la economía, y que permitió al país crecer de manera sostenida durante varios lustros.

Vale la pena mirar esa experiencia y recalibrar la idea de que el problema central de la economía es la inflación. La inflación es un síntoma de problemas económicos menos triviales, más serios, más profundos. El problema de la economía argentina es la insuficiencia crónica de inversión, movilización de los factores productivos, aprovechamiento de recursos, en definitiva, lo que antes definíamos como subdesarrollo.


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