Algunos analistas entienden que, en los gobiernos de los Kirchner, en materia de política económica, hubo dos periodos (2003-2007 y 2008-2013), estableciendo a partir de 2007 el comienzo del “desgajamiento del esquema de política macroeconómica puesta en práctica entre 2003 y 2006, con el abandono del principal pilar del esquema inaugurado en 2003: el sostenimiento del tipo de cambio real (TCR) competitivo y estable y, la consecuente pérdida de los superávits gemelos.
El filósofo Tomás Abraham, con la lucidez que lo caracteriza, lo pone en simple: “Lo que hizo, a veces lo hizo más o menos bien, como los tres primeros años (2003-2006), o menos bien los tres siguientes (207-2009), o mal lo que les siguieron (2010 a la actualidad)”. Comparto la idea de que el cambio de modelo de funcionamiento de la economía empezó con un hecho de una gravedad institucional con pocos antecedentes en la democracia argentina: la intervención del Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República de Argentina (Indec) a principios de 2007. Los efectos de esta ruptura institucional se fueron haciendo visibles en los indicadores económicos de modo progresivo, entre ellos la pérdida de competitividad cambiaria, por la inflación ocultada, de la que hablan Frenkel y Damill.
En cualquier caso, lo imperdonable de los Kirchner es haber dado por tierra con lo que podría haber sido un nuevo ciclo de desarrollo de largo plazo en la Argentina, posibilidad abierta gracias a la prudencia y sabiduría con que se había conducido, de modo virtuoso, la salida de la convertibilidad. Hicieron “el milagro”, a partir de la aplicación de políticas populistas tradicionales y también del “paroxismo populista”, como he denominado a la última etapa de Cristina Kirchner.
Entiendo al populismo como una política de intentar generar bienestar de corto plazo para obtener rédito político, evitando asumir costos en lo inmediato y sin preocuparse por las consecuencias de largo plazo. Por ejemplo, las políticas de controles de precios y represión financiera (control sobre el tipo de cambio y la tasa de interés) pueden generar un boom transitorio en el nivel de actividad económica, que se transforma, a medio plazo, en una caída estrepitosa de la misma cuando la acumulación de desequilibrios estalla y los mercados corrigen el nivel de las variables macroeconómicas reprimidas. En estos casos, se pueden lograr dividendos políticos en el boom inicial y costos a largo, o no tan largo, plazo. Ejemplos históricos: “la inflación cero” de Gelbard (1973-1974) o los primeros años de Salvador Allende en Chile. El populismo kirchnerista, en la práctica, se acabó definiendo por la acumulación de medidas desordenadas que se fueron tomando dictadas por las necesidades de la coyuntura, no por la existencia de un programa con objetivos y acciones evaluadas, y siempre con la intención de evitar asumir costos en el presente. En general, los instrumentos per se no pueden ser calificados de populistas, pero se transforman por la forma y las circunstancias en que se aplican y su temporalidad. Un claro ejemplo lo constituye el control de capitales. Es correcto aplicarlo en situación de crisis, como se hizo a la salida de la convertibilidad en 2002, o luego de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) de 2019, para evitar efectos disruptivos de una situación de desequilibrio económico e incertidumbre política y ganar tiempo mínimo para normalizar la economía. En cambio, cuando se lo usa para retrasar un ajuste, como una actualización cambiaria luego de la acumulación de atrasos, y se prolonga en el tiempo, como se hizo en 2011-2015 o, actualmente, 2019-2022, se transforma en una política incorrecta al servicio de un esquema populista. Otro ejemplo es el de la política impositiva: no considero a las retenciones como un impuesto distorsivo. Pero cuando se incrementa su alícuota…como ocurrió en el año 2007, y desató la crisis con el sector agropecuario, el uso de este impuesto debe ser calificado de populista.
Del populismo tradicional al paroxismo populista
La Argentina es una máquina trituradora de oportunidades. Las dos últimas fueron las que tuvimos a principios de los años 90 y en la posconvertibilidad, a principios de este siglo. La oportunidad de principios de los 90, con la revolución que implicaron las correctas reformas estructurales emprendidas por el presidente Menem y el ministro Cavallo, fue desaprovechada, en algunos casos, por su deficiente instrumentación y, en especial, por el incorrecto marco macroeconómico surgido del régimen de convertibilidad. La última oportunidad, a la que me quiero referir, la tuvimos a la salida de la convertibilidad, cuando, con un buen marco macroeconómico, aprovechando los activos que habían dejado los 90, emprendimos un ciclo de crecimiento.
Como ya vimos, este modelo tuvo una primera etapa, de 2002 a 2006, basada en un tipo de cambio competitivo con superávits gemelos (fiscal y externo), baja inflación y alta demanda de dinero, desendeudamiento y acumulación de reservas internacionales, que generó alto crecimiento económico con creación de empleo genuino.
No había nada intrínseco a ese modelo, como sostienen algunos economistas, que determinara el fracaso y este final estanflacionario en el que estamos inmersos. Simplemente lo produjeron, luego del reemplazo del ministro Lavagna a fines de 2005, las políticas crecientemente populistas de las administraciones kirchneristas que dieron lugar al largo “reinado K” y al comienzo de lo que denominó “paroxismo populista”. Plantear lo anterior no implica desconocer que en economías con tipos de cambio real altos se debe lidiar con un sesgo inflacionario, dado por la existencia de presiones salariales. Es lo que está detrás del conflicto distributivo del que hablan Gerchunoff y Rapetti. (El laberinto económico argentino: salarios, tipo de cambio y productividad)
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