*) Por Daniel Schteingart.

El industrialismo y el innovacionismo son dos vertientes de la heterodoxia sobre estrategias de desarrollo. Uno y otro no se excluyen sino que se deben complementar. De esa forma se consolida una economía con ventajas competitivas dinámicas.

En el vasto campo de la literatura sobre el desarrollo económico, uno de los temas que aparecen con reiterada frecuencia es el de la relación entre la estructura productiva de un país y su grado de desarrollo económico.

Diversos analistas se han preguntado en qué sectores productivos se deben especializar los países subdesarrollados para convertirse en desarrollados. Por un lado, desde el pensamiento liberal se ha defendido la teoría ricardiana de las ventajas comparativas, por la cual los países subdesarrollados deberían concentrarse meramente en aquello que “mejor saben hacer”. Esto es, en general, la exportación de materias primas, actividad en la cual serían más eficientes que si se industrializaran. Por otro, teorías de tinte heterodoxo han sostenido que una condición necesaria para la salida del subdesarrollo es la industrialización y diversificación tecnológica de la matriz productiva. Para esta última corriente, las ventajas comparativas no son nunca estáticas, sino que pueden ser tornadas en ventajas competitivas dinámicas a partir de la consolidación de un proceso de industrialización que implique procesos de aprendizaje y creación innovadora.

Uno de los motivos que vuelven relevante esta problemática es el debate sobre cómo deben especializarse los países latinoamericanos y, más específicamente, Argentina, en el actual contexto de globalización económica y financiera.

Existen dos grandes grupos de teorías en el interior de la heterodoxia que, si bien poseen muchos elementos en común, también presentan diferencias no despreciables de matices y énfasis. Por un lado, el industrialismo, que considera que el vehículo para el desarrollo de los países subdesarrollados es la industrialización de la estructura productiva, con eje en el sector metalmecánico. Por el otro lado, las teorías innovacionistas, al poner el foco en la creación de capacidades tecnológicas, sostienen que éstas no sólo se dan fundamentalmente en la metalmecánica, sino también a partir de los complejos industriales derivados de los recursos naturales. El innovacionismo no refuta al industrialismo, sino que más bien lo complementa, al matizar y especificar algunos de sus postulados centrales.

El análisis empírico pareciera dar mayor sustento al innovacionismo. Veamos por qué.

Si analizamos los diferentes países según el contenido industrial de sus exportaciones (CIE), se observa que esta variable no es determinante del desarrollo económico. Si bien la mayoría de los países desarrollados presenta un alto CIE (el cual se mide por la participación de las manufacturas de media y alta tecnología en el total exportado), hay varios países que, aun teniendo un elevado CIE, son subdesarrollados (México, Costa Rica, Tailandia, Filipinas, Malasia y China). Por el contrario, hay países con bajos niveles de CIE (esto es, con estructuras productivas más bien primarizadas) que son altamente desarrollados (Australia, Noruega o Nueva Zelanda). Ahora bien, ¿a qué se debe? ¿Cómo puede ser que en estos países los productos primarios no hayan sido un obstáculo al desarrollo?

Es aquí donde la teoría innovacionista tiene elementos para aportar. Si se considera el gasto en investigación y desarrollo (I+D) y el número de patentes por habitante de un país como una aproximación de la solidez de su sistema nacional de innovación, se puede observar que estos tres países poseen niveles similares a los del resto de los desarrollados, a pesar de su inserción internacional primarizada. Esto estaría indicando que en estos tres países el sector primario (el petróleo en Noruega, la minería en Australia y la agroindustria en Nueva Zelanda) puede ser fuente de innovaciones. Por el contrario, aquellos países que tienen un alto CIE y son subdesarrollados tienen todos reducidas capacidades tecnológicas (con la excepción de China, que está revirtiendo aceleradamente esta situación). Es por ello que se los podría catalogar como “ensambladores”, en tanto el grueso de la actividad productiva pasa por el armado de bienes finales de media y alta tecnología, lo cual implica una reducida agregación de valor.

En base a esta evidencia, resurge la pregunta por la especialización productiva de Argentina. La experiencia de los países exitosos en el procesamiento intensivo de recursos naturales no puede ser despreciada. Esto implicaría tener presente que las exportaciones primarias pueden darse en un marco de ausencia de un sistema nacional de innovación (como en la mayoría de los países subdesarrollados), o con presencia del mismo (como en Noruega, Australia y Nueva Zelanda), lo cual implica una problematización del concepto de “primarización”.

De todos modos, la instauración de tal sistema, que seguramente favorecerá un importante aumento de la productividad, así como mayores niveles de valor agregado en las industrias basadas en recursos naturales, además de ser dificultosa, no será suficiente. Argentina es un país con el doble de la población de Australia (y diez veces más que Noruega y Nueva Zelanda) y con una densidad poblacional ocho veces mayor. En este sentido, creemos que mientras más grande es un país y mayor su densidad demográfica, los requisitos para el desarrollo implican una mayor industrialización, con creciente valor agregado local. Así, será necesario observar la experiencia de Canadá, en tanto permitió conjugar de un modo virtuoso la explotación de recursos naturales con la industrialización de determinados bienes. Reproducir la experiencia de los países de industrialización exitosa tardía (como las de Corea y Taiwán) es inviable en un país con las características sociopolíticas del nuestro. Estos países lograron desarrollarse en un marco autoritario y con fuerte represión a las clases empresarias y trabajadoras, algo impensable en una Argentina democrática y en donde los sindicatos han tenido históricamente un poder de negociación considerablemente alto. Por otro lado, Corea y Taiwán poseen una dotación de recursos naturales mucho más escueta que la de Argentina, lo cual es, en este punto, una ventaja para nuestro país.

Así, por ejemplo, dentro del sector agroindustrial y minero, se trata de generar mayor innovación, mayor valor agregado y eslabonamientos con el resto de la economía, “descommoditizando” las exportaciones (por ejemplo, exportando menos trigo y más pastas y galletas, o baterías de litio en lugar de minerales en bruto). A su vez, también se pueden obtener ventajas competitivas dinámicas en ramas como la industria del calzado y la marroquinería, que se basan en un insumo en el cual nuestro país está dentro de los líderes mundiales: el cuero. Actualmente, las exportaciones en la cadena del cuero tienden a darse en los eslabones de menor valor agregado, lo cual ciertamente es una oportunidad desaprovechada en términos de creación de riqueza y puestos de trabajo. Sin dudas, otros sectores deben acompañar este proceso: el automotor, algunas ramas metalmecánicas –como la de maquinaria agrícola o para minería, entre otras–, el biotecnológico, el químico o el de medicamentos, entre otros.

En síntesis, lo que planteamos es un modelo que no rechace dogmáticamente las ventajas comparativas que hoy tiene Argentina, sino que se proponga, a partir de ellas, construir ventajas competitivas dinámicas, para lo cual la existencia de un sistema nacional de innovación y la profundización de la industrialización con creciente contenido local en áreas estratégicas resultan cruciales. Desde ya, las ramas estratégicas aquí sugeridas son sólo algunas posibles, y otros estudios sobre nuestra estructura productiva permitirán especificar con mayor grado de precisión cuáles pueden ser efectivamente fomentadas desde el Estado.


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