Los diez años del papado de Bergoglio pasaron vertiginosamente, tal vez a tono con la velocidad de los tiempos. Su indiscutible liderazgo moral a escala planetaria puede que no haya detenido el alejamiento de las prácticas religiosas que registran todas las confesiones, en particular las que se referencian en el cristianismo, pero sin duda ha revertido lo que aparecía como una dilución del magisterio vaticano en el plano moral, donde no pocos ven signos de decadencia irreversible a medida que la secularización se adueña de las conductas sociales. Paradójicamente, este fenómeno –que para entender su estado actual debería medirse país por país y continente por continente– está acompañado por una multiplicación de sucedáneos mágico-milagrosos y cultos esotéricos asombrosamente diversos. Como si la necesidad de creer, que no pocos ven esencial en la naturaleza humana, estallara en miles de opciones sin contar necesariamente con un respaldo doctrinal, teórico o dogmático que los sostenga. Si Dios ha muerto en manos de la razón, presunción que mantiene cierta convicción tenaz y digna de mejor causa, en su lugar han proliferado pequeñas creencias y cultos, no necesariamente referenciadas en dioses semejantes al hombre tal como lo han presentado las religiones del Libro (judaísmo, cristianismo, islamismo). Es difícil ver allí un progreso del iluminismo ateo que nació con la Modernidad y recorrió progresivamente triunfante los siglos XIX y XX.
El magisterio del Papa Francisco tiene la característica de ejercerse a tono con la sociedad líquida que hoy vivimos. Además de sus textos doctrinales, preparados por sólidos equipos teológicos con apoyos multidisciplinarios, están sus comentarios diarios, expresados como al pasar y plenos de sentido (¿Quién soy yo para juzgar?, por ejemplo) y en reportajes frecuentes que con lenguaje coloquial va abriendo caminos de fraternidad más allá de los propios católicos. Es como si apostara a que hombres y mujeres comunes puedan sentirse así comprendidos en sus angustias y necesidades, todo un cambio fundamental con la iglesia autoritaria anterior al Concilio Vaticano IL. También en esto la Argentina se ha quedado atrás. Celebrada su elección inicialmente por el antiperonismo en función de haber sido declarado el adversario de fondo por Néstor Kirchner, la primera reacción de Cristina fue adversa, (como se registró ese día en un discurso en Tecnópolis), pero las cosas cambiaron de signo a poco andar. CFK advirtió rápidamente que era contraindicado no percibir el sentimiento popular mientras las élites autodefinidas como católicas mostraron que sus pertenencias y prejuicios de clase son mucho más fuertes que sus convicciones religiosas. La grieta argentina, que no es original pero es intensa en grado notable, deglutió el hecho de Bergoglio Papa y lo convirtió en un dato más de los abroquelamientos que nos mantienen profundamente estancados. Mientras tanto, su primera definición sustancial (“el poder es servicio”) sigue siendo motivo de escándalo, y por lo tanto, de cuidadoso olvido.
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