*) Por Francisco Uranga, 

Rogelio Frigerio introdujo a fines de la década del ’50 un concepto revolucionario en el debate político nacional al caracterizar a la Argentina como un país subdesarrollado. En ese entonces parecía algo absurdo, incomprensible. Incluso ofensivo. “¿Argentina subdesarrollada? ¡Con el nivel cultural que tenemos!”. Sin embargo, a nadie escapaba que estábamos atravesando una profunda crisis, que no lograba paliar la generosidad de nuestras tierras ni las formidables riquezas naturales. ¿Cómo explicar que la Argentina se empobrecía cada día más? La primera respuesta fue casi un acto reflejo: Argentina era un país riquísimo, pero había sido  saqueada durante años por intereses extranjeros, con la complicidad de la oligarquía local, los cipayos de estas pampas. Buena parte de la intelectualidad de entonces adscribía a esta concepción. Muchos de los grandes representantes del pensamiento nacional como Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz, sin ir más lejos. ¿No se basan en esa hipótesis, acaso, libros como “Política Británica en el Río de la Plata” o “Historia de los Ferrocarriles Argentinos”?

Quien esté leyendo debería preguntarse: ¿Esto no se parece demasiado a las discusiones políticas de nuestros días? ¿No seguimos viéndonos como víctimas de conspiraciones internacionales? ¿No seguimos pensando que el mundo está en contra nuestro? “Patria o buitres” fue un eslogan muy efectivo; si caló tan hondo en el sentir popular fue porque conectaba muy bien con la imagen que tenemos de nosotros mismos y del lugar que ocupamos en el mundo.

Frigerio planteó una concepción diferente, un concepto que tal vez aún no hayamos apreciado en su total magnitud: “Argentina es un país subdesarrollado”. ¿Y eso que quería decir? Que el problema fundamental no era el expolio imperialista que nos empobrecía, sino el subdesarrollo que nos impedía desenvolver todo nuestro potencial y aprovechar la riqueza aún sin explotar para mejorar el nivel de vida de los argentinos. No negaba la existencia de intereses extranjeros contrarios a los de la Nación, pero cambiaba de lugar el centro de gravedad. Al poner el acento en el subdesarrollo, trasladaba el problema fronteras adentro. Emprender el camino del desarrollo era responsabilidad nuestra.  Era un llamado a ser protagonistas de nuestro destino. Nos forzaba a salir del cómodo papel de víctimas, para encarar con inteligencia y realismo nuestros desafíos.

Al detenernos a pensar en la situación actual, nos encontramos ante el mismo interrogante: ¿somos un país subdesarrollado? Si respondemos afirmativamente, tendremos que ser conscientes de que depende de nosotros cambiar el estado de las cosas. Por el contrario, si creemos que la causa de los males de la Argentina son los “intereses transnacionales” y los cipayos, podremos contentarnos con encontrar a los culpables. Son dos concepciones, dos puntos de partida diferentes. La segunda corresponde a una antigua tradición argentina, la victimización política. La primera, por el contrario, significa un cambio profundo en la forma de pensar los problemas nacionales. Significar hacernos cargos, asumir el protagonismo de nuestra historia.


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