El capital, por definición, es trabajo ahorrado. Un país que no tiene ahorro interno no puede capitalizarse, salvo con inversiones extranjeras. Para que los capitales externos decidan invertir en un país deben existir ventajas comparativas. ¿Conviene hacerlo en Argentina cuando existe la alternativa de Chile, Brasil, Turquía, India o cualquier otro destino?
Una de las primeras cosas que observan los inversores externos es el comportamiento de los inversores locales: ¿toman riesgo? ¿hay nuevos emprendimientos? ¿en qué sectores? Y aquí se encuentran con el fenómenos de una superestructura armada de tal manera que torna aventuradas las inversiones que, por ejemplo, requieran contratar empleados. El sistema laboral argentino está organizado para proteger de una manera tan intensa al trabajador que es un castigo para el empleador. Entonces, no conviene mucho invertir y tomar un nuevo empleado. Es más simple comprar unos dólares y meterlos en el colchón.
Esto atenta contra el desarrollo, que supone la diversificación y la multiplicación de las funciones productivas de un país, a diferencia del mero crecimiento, que es el incremento de la producción.
Como el capital es un bien escaso, no alcanza para invertir en todas las opciones disponibles. Por eso es conveniente que el Estado establezca prioridades para crear trabajo, agregar valor y generar divisas. Aquí aparece la necesidad de la inversión pública en investigación aplicada y la incorporación masiva de tecnología de punta en la agricultura, la agroindustria, la producción de energías —especialmente en las renovables —y la oferta de servicios exportables. Además de la bioeconomía, que incluye la fabricación de biocombustibles y biomateriales. Esto no agota el repertorio, pero es ejemplificativo sobre las ventajas comparativas del país, donde Argentina puede ser atractiva para las inversiones.
Instituciones extractivas e inclusivas
Daran Acemoglu y James Robinson sostienen en el libro Por qué fracasan los países que las desigualdades entre naciones en lo que respecta al desarrollo se deben al proceso político. La política determina bajo qué instituciones económicas se vivirá, lo que influye en el comportamiento de los sujetos y sus incentivos. La dicotomía conceptual clave que plantean estos autores es entre lo que llaman las “instituciones extractivas” y las “instituciones inclusivas”, tanto económicas como jurídicas.
Acemoglu y Robinson sostienen que las instituciones económicas extractivas se apoyan en instituciones políticas extractivas que benefician a una élite y terminan impidiendo o bloqueando el desarrollo. Las instituciones económicas inclusivas, en cambio, posibilitan y fomentan la participación de la mayoría de las personas en actividades en las que aprovechan mejor su talento y habilidades y permiten elegir mejor a cada uno su destino.
La teoría de estos economistas pone el foco en la superesctructura. Corregir la ineficiente superestructura es un buen punto para comenzar, en vez de perderse en la búsqueda de la piedra filosofal del neodesarrollismo.
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