Las PASO zamarrearon a dos oficialismos presuntamente antagónicos. Primero en 2019 y otra vez en octubre pasado. Es vano el ejercicio de suponer que sin la pandemia no hubiese sucedido. Lo cierto es que los vencedores de ayer no convocan a sus seguidores y los opositores tampoco tienen nada asegurado porque sigue presente la memoria de hace dos años, con su secuela de frustración y resentimiento.
Las dos grandes coaliciones que se disputan el control del Estado desde 2015 conforman un dispositivo conservador —con perdón de los conservadores auténticos— que es incapaz de enfrentar la crisis del subdesarrollo de Argentina. La rotación liberal-populista se hace cada vez más grotesca y deja a la vista la ineptitud de sus operadores. El resultado es un gravísimo nivel de fragmentación social, con el empobrecimiento de amplios sectores y la concentración de la riqueza en el polo financiero, descapitalizando las empresas productivas.
Una porción fluctuante del electorado ve a quienes están a cargo de la cosa pública como ajustadores seriales a pesar de la retórica envolvente que pretende disimular sus semejanzas. Con todo, no existe un estado prerrevolucionario. En el descreimiento popular no anida un ánimo vengador como acción colectiva sino que se fortalecen las prácticas de sobrevivencia.
El repudio a los gobernantes muestra una ruptura del sistema político-electoral con las más genuinas apetencias sociales: no hay electorados cautivos y tampoco se verifica la adscripción de clase en la sociología del voto. Es la conocida crisis de representación de la que tanto se habla y poco se desmenuza. En este contexto se destacan dos figuras emergentes y contrarias: Javier Milei y Juan Grabois.
Milei, el descontento de las clases medias
Javier Milei se presenta como un teórico que un día despertó del sueño keynesiano para convertirse en un fundamentalista antiestado. Más acá de esa representación encontramos el personaje mediático que enfrenta la casta política sin pelos en la lengua. Milei habla de corrido y se muestra certero, aptitudes que en estos tiempos parecieran suficientes para hacerse notar.
La antipolítica es una incubadora de autoritarismos, pero este candidato supo graduar sus desplantes y elegió bien a sus antagonistas. Los buscó en ambos lados de la grieta, que ha sido tan provechosa para el dispositivo conservador. Tras las PASO ensaya una ampliación de su base electoral con menos insultos y más gestos de presunta sabiduría sobre las necesidades de esta hora.
En un electorado sofisticado como el capitalino —y no por ello más exigente— Milei capitaliza los descontentos con su peripecia. Lo hace con acierto en lo gestual y cuanto menos precisa su programa, más convoca. Reescribir La Traviata de Verdi y cantar el estribillo con un coro no demasiado desentonado viene a cuento de la frivolidad, aunque arranca una sonrisa en lugar de un ceño fruncido.
El fenómeno Milei se volvió apto para expresar el descontento de las clases medias acomodadas de la CABA y en particular de los sectores más jóvenes de ese medio social, que no se caracteriza por la empatía y la solidaridad con los segmentos de compatriotas más desposeídos. Le transfieren al candidato la representación de sus reivindicaciones, la mayor parte de ellas difusas en una nebulosa todavía incomprensible.
La fundamentación del egoísmo individualista como criterio de una sociedad sana, amasada en el siglo XIX, funcionó en el sistema-mundo con el auge del Imperio Británico y se perfeccionó con la fenomenal expansión continental estadounidense, remachada por la entente cordiale con Francia, pero se agotó con la Primera Guerra Mundial. Desde entonces nadie con algo en el cerebro cree que la sociedad funciona mejor cuando cada uno atiende sus asuntos sin la menor contemplación de la suerte de sus semejantes. Con ese enfoque, Milei atrasa una centuria.
Grabois, en el territorio de los excluidos
Mucho más matizado y también infinitamente más estigmatizado es Juan Grabois. Funciona como un importantísimo referente para las organizaciones sociales y gravita más allá de nuestras fronteras, a la diestra del Papa Francisco.
Grabois se instala naturalmente en el universo social peronista, pero no parece atado a ninguna de las rutinas simbólicas que lo expresaron en el pasado. Anotemos que la demolición del pejotismo que emprendieron Néstor y Cristina Kirchner le allanó el camino. Hoy todo es transversal y nadie cree que los barones cegetistas o los reeleccionistas del conurbano orienten a las masas. A lo sumo intentan manipularlas con aprietes y dádivas.
Y antes del intento refundacional del matrimonio K, hubo que pasar por el desierto de la desafección de los caciques sindicales por sus afiliados que quedaron en la calle antes, durante y después del 2001. Al punto que los que se quedaban sin trabajo no eran más compañeros, fenómeno abominable que degrada siglos de lucha y organización social y achica el peronismo a los límites del carnet sindical, que otrora fue el pasaporte para alcanzar un piso desde el cual fuese posible acceder a niveles mejores de vida y de cultura.
Los excluidos son el territorio amplio y multifacético donde trabaja Grabois. La organización que lidera, la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), se apoya en la elemental solidaridad cristiana para contener a los desheredados. Algo que se refleja en el nombre Los Cayetanos, como se denomina al triunvirato de organizaciones sociales que forman la CTEP, la Corriente Clasista y Combativa y Somos Barrios de Pie. Expresan la más legítima y elemental de las demandas: el respeto a la dignidad de cada ser humano, su derecho a vivir, trabajar, educar a sus hijos y convivir en paz. La impudicia reaccionaria de los años noventa se merece largamente esta reacción vital que no puede ser negada como impertinente o descomedida.
Poco importan los balbuceos programáticos de Grabois, pues todavía no le toca gobernar. Con su formación debiera saber que la reforma agraria para dar a cada familia una parcela —el ideal sarmientino de una clase media rural a semejanza del poblamiento norteamericano— no garantiza alimentos ni dignidad suficientes para sus representados. Vivimos sociedades mucho más complejas, diferenciadas, con múltiples aspiraciones en cada familia. Pero ese error no le quita autenticidad y le añade candor, una cualidad que parece inexistente en los avezados políticos que denostan con éxito tanto a él como a Milei.
La audacia de Grabois al decir que el resultado de las PASO lo puso contento porque obliga a una reacción que acerque el gobierno a las necesidades de la gente se entiende en alguien que no está desesperado por ocupar cargos, aunque no desdeñe ninguno donde pueda sostener a un aliado o uno propio. Es decir, de alguien que mira un poco más lejos y más alto, con los pies en la tierra.
Los anuncios de que Grabois trabaja en un plan a escala nacional lo ponen en una senda interesante. Por allí irá al encuentro, si no se sesga en lo accidental, de los desafíos de la ampliación del empleo, la producción y la productividad. Son temas que no se degluten fáciles en la retórica populista, atrapada por la condena al éxito que buscan afanosamente los emprendedores.
Cierto es que la crisis crónica de las finanzas estatales, resuelta a ponchazos con mayores impuestos y perpetuación de la inflación, termina carcomiendo sus propias bases de sustentación y credibilidad políticas. El Estado proveedor solo provee promesas incumplidas.
El giro de pasar de reclamar el aumento de las ayudas monetarias en forma de planes hacia la empleabilidad en PyMEs revela una toma de conciencia sistémica que no se resuelve ampliando las nóminas estatales. Después de todo, de eso ya abusaron las partidocracias sucesivas a cargo del Estado desde 1983 ensanchando a troche y moche el puesto público. Nada hay virginal en los atajos para zafar, y aunque la creatividad en la huida hacia adelante siempre puede sorprendernos, hoy por hoy parece agotada la prestidigitación con el recurso de aumentar el presupuesto público.
Conclusión provisoria (hasta noviembre)
Si el voto de noviembre confirmara el profundo reclamo de soluciones reales y concretas que anida en la ciudadanía, puede abrirse un momento interesante en la política argentina. Por una vez, la expresión libre del pueblo derrotaría al marketing y confrontaría a la dirigencia instalada con su propio fracaso.
Las respuestas fáciles, los encasillamientos artificiosos y la pobrísima táctica de echarle la culpa al contrario —que deviene por ese camino turbio un socio implícito y a la vez necesario—, ampliamente desacreditadas, debilitan las opciones negativas para 2023. La agenda de cuestiones pendientes es inmensa y solo puede ser asumida con una mirada amplia, respuestas enérgicas y humildad en el tránsito para no cantar victorias que será arduo obtener y requieren de una amplísima creatividad y participación comunitaria.
La pregunta clave de la política, hoy, es qué hacer en este contexto para avanzar en la construcción de una alternativa sólida que cancele el dispositivo de las dos coaliciones conservadoras que vienen gerenciando el retroceso argentino.
No sabemos por dónde se abrirá el cauce de cambios, pero sí podemos conjeturar que deberá incluir representaciones más genuinas de las demandas sociales de trabajo, producción, rentabilidad, inversión productiva, ampliación de oportunidades en todo el territorio. Se trata de la construcción de un nuevo bloque histórico al que los desarrollistas hemos denominado como la necesaria alianza de clases, que no significa sumisión o hegemonías mal habidas.
Por lo pronto, el primer paso es abrir el debate en todos los ámbitos posibles sobre esta caducidad actual de los falsos antagonistas grietosos. Y contribuir a orientar la bronca y el desconcierto para que no se estacionen en la antipolítica, que fragmenta y favorece ecuaciones de violencia anárquica y también institucionalizada. Gente apta para el cambio hay atrapada en todas partes, hay que conectarla y es necesario hacerlo sobre un programa sólido de transformaciones sociales y económicas.
Lo central es trabajar sobre la certeza de que hay un futuro a construir y que esa tarea requiere una nueva dirigencia, que surja por sus propios méritos. Es decir, acabar con la poltronas de los aparatos enquistados en el Estado, que viven de él fuese porque lo expolian o porque lo utilizan en su provecho. Y esto vale tanto para el sector financiero como para los organismos prebendarios que deben transformarse en motor de participación social genuina.
La historia no se detiene, aunque a veces parezca putrefacta.
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