Una adulta mayor es vacunada contra el COVID 19. Fuente: La Nación/Marcelo Aguilar
Una adulta mayor es vacunada contra el COVID 19. Fuente: La Nación/Marcelo Aguilar

Decía Enrique Marí, en sus reflexiones sobre las pestes históricas, que la enfermedad y la muerte no traen la crisis que trastoca la vida social, sino que es la crisis la que trae la enfermedad y la muerte. Así, planteaba la idea de “la muerte invertida”.

Hoy podemos decir que el virus e incluso la pandemia no son el problema de fondo, sino un síntoma de los males que aquejan a nuestra sociedad (global y nacional) desde hace décadas. A este respecto vale lo que afirman muchos, como Jacques Attali: “no podemos volver a la vida de antes que nos condujo a la catástrofe”.

Vale preguntarse, entonces: ¿es posible seguir aprendiendo de la pandemia? ¿Acaso hemos aprendido algo? Basta con revisar esta misma publicación para constatar que existe un amplio, aunque variado, consenso acerca de algunos ejes del área sanitaria nacional que resulta indispensable reformar. Se vuelve casi trillado repetir: la irracionalidad, inequidad, ineficiencia y fragmentación que ya bien conocemos, aunque no las hace menos punzantes.

Incluso se ha manifestado la voluntad de reforma desde el oficialismo, pero ya en plena campaña electoral, el tema resulta una vez más silenciado. Así, constatamos que los pueblos marchan la historia, pero no necesariamente lo hacen en línea recta hacia adelante, también pueden dar vueltas y tropezar con las mismas piedras.

Se torna inocultable que hay en juego intereses particulares para mantener el statu quo o para controlar el sentido y alcance de la reforma, pero la dificultad pareciera ser más honda aún. La reforma que necesitamos implica insertarla en un sendero de transformación nacional que reevalúe al actor central del proceso: el Estado.

Existe al respecto un debate estéril, ya superado conceptualmente, pero perpetuado en la práctica: Estado vs Mercado. Nuestra triste grieta política puede entenderse en los términos simplificados de quién es el bueno y quién el malo en dicho “enfrentamiento”, cuando cualquier conocedor de los procesos históricos (y actuales) sabe que Estado y Mercado han ido siempre de la mano. Incluso cuando existan modelos que acentúan una u otra dimensión en su dinámica, tal como se suele ilustrar con los casos de Estados Unidos y Suecia, en ambos la sinergia (local y global) entre sendos aspectos lo hace sobre pilares robustos. Para decirlo claramente, en Estados Unidos el estado es mucho más fuerte que el nuestro, y en Suecia el mercado es mucho más eficiente y transparente que el nuestro.

Sin dudas, por aquí ambos sectores son susceptibles de crítica, pero no se trata de subsanar los vicios de un sector con el contrapeso del otro, que a su vez cuenta con los suyos, en una recursividad perversa que termina ineludiblemente en la corrupción. Hay que romper con la lógica de más (o menos) de lo mismo, e intentar reemplazarlo por algo distinto.

El nuevo enfoque consistiría en que Estado y Mercado no se vean como amenazas entre sí, sino como aliados, como propulsores de progreso. Necesitamos fortalecer el Estado, lo cual no necesariamente significa agrandarlo. Es más, parte de lograr mayor eficiencia puede significar recortar organigramas o centralizar decisiones y monitoreos. Pero ello no es en desmedro del sector privado. Al contrario. Robustecer capacidades estatales para mejorar la calidad de prestaciones tanto públicas como privadas, o del llamado tercer sector.

Claro que las políticas más concretas requieren de precisar el sentido de la reforma, pero de inicio se trata de establecer no ya sólo unos objetivos finales, sino los andariveles ineludibles por los cuales dicho proceso de transformación debe pasar. Debemos proponernos alcanzar un acuerdo sobre los nudos conceptuales que sí se comparten. Se trata de un proceso de reconocimiento de problemas para luego ir negociando soluciones. Para ello hay que superar el nivel más superficial de consenso que se limita a fines genéricos: mejorar la salud de todas las personas, ser más eficientes, lograr una mayor coordinación. Se trata de pasar a la discusión sobre los medios: ¿cómo articular los componentes proveedor, prestador, financiador y consumidor?

Todo esto ya estaba presente antes de la pandemia. En todo caso, el virus y sus consecuencias evidenciaron algunos de los alcances y límites del planteo sanitario, a la vez que la realización posible de una mayor articulación. Toda evaluación del tratamiento de la pandemia cae en saco roto, en lecturas políticas o incluso corporativas. Pero admitir las falencias es indispensable para replantear estrategias alternativas. Es cierto que el sistema “aguantó”, en el sentido que no ocurrió un colapso catastrófico (aunque debemos admitir y no silenciar la desatención de pacientes no Covid), pero los costos han sido ­-son- mucho más altos de lo que algunos están dispuestos a admitir.

Por supuesto que hay discrepancias sobre el rol que debe alcanzar el Estado, la evaluación de la performance de cada sector, y mucho más, pero por ello mismo resulta indispensable que se dé el debate público, franco y profundo, de cara a la ciudadanía, a la altura de una democracia moderna, y no sólo entre los especialistas.

Al comienzo de la pandemia, Daniel Innenarity ya destacaba algunas claves para repensar una teoría de la democracia compleja, para citar textualmente el título de su último libro. No es momento de grandes líderes, argumentaba, sino de organización, protocolos y estrategias, en definitiva, inteligencia colectiva, tanto en lo que se refiere a la respuesta médica como a la organizativa y política. En su lugar, la pandemia nos encontró con “un sistema político infradotado de capacidad estratégica” [1].

Si abandonamos la simulación y aceptamos la inexistencia de un verdadero sistema de salud -entendido como armonización de componentes- comprenderemos que no será posible construir un Sistema Federal Integrado de Salud si no superamos el efecto ocaso y el anacronismo que supone. Se impone para ello la toma de conciencia, responsabilidad y compromiso para hacer explícito qué significa gobernar, y veremos que falta el órgano ejecutor: un Gabinete Estratégico de Gestión Operativa que funcione de manera federal y multidisciplinar, y que centralice la responsabilidad de la gobernanza sanitaria.

Junto a la gobernanza, el otro componente que integra la ecuación sanitaria responde al saber hacer de la Salud Pública. Debemos recuperar y renovar la mejor tradición que supimos ejercer respecto a la formación médica, pilar insustituible para enfrentar cualquier escenario posible. Personal capacitado en el ejercicio de la profesión, bajo la guía de maestros, constituye el capital esencial a poner en juego.

Como decíamos al comienzo, vivimos tiempos de “muerte invertida”, en que el conteo diario de fallecidos oculta con su banalización aquello que en verdad cuenta y no es contado: la frontera difusa entre crisis y decadencia; la distinción entre problemas y dilemas; la diferencia entre aplacar los síntomas y curar la enfermedad. La superación de la situación impone una conjunción de voluntades y estrategias, y sobre todo la desmitificación de los reduccionismos que tranquilizan por su simplicidad. No nos salvará ni un líder, ni un experto ni una vacuna; aunque necesitemos liderazgo, equipos científicos multidisciplinarios y un Programa Nacional Estratégico de Vacunación.

Como expresaba Esteban Echeverría, más que reformarnos, necesitamos regenerarnos.

[1] La Vanguardia, 17 de marzo de 2020: “Daniel Innerarity: «No estamos ante un contagio, sino en medio de una sociedad contagiosa»”. muerte invertida muerte invertida muerte invertida muerte invertida


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