retenciones
Una trilladora en un campo de maíz, en Argentina

De cada 100 pesos de renta que genera  el sector agropecuario, 67,4 van a parar a las arcas del Estado, según un estudio publicado por la Fundación Agropecuaria para el Desarrollo de Argentina (FADA) en marzo de 2020. Es el resultado de un sinfín de impuestos de diferentes etnias, geografías e inclinaciones. El más conocido de ellos son los derechos de exportación, vulgarmente conocido como las retenciones. Como muchos otros impuestos, fue creado como una medida transitoria de emergencia y se convirtió en permanente. Tanto es así, que en una entrevista con Visión Desarrollista, José Natanson define las retenciones como “una política de Estado”.

La disputa en torno a los derechos de exportación se tornó una batalla política, enturbiada por los prejuicios ideológicos y la poca muñeca política del sector agropecuario. El gobierno de Cambiemos implementó una rebaja en las retenciones que tuvo un impacto directo en la producción; fue una de las primeras medidas que revirtió el Gobierno de Alberto Fernández. A contramano de lo que sugiere el sentido común, la reducción de las retenciones tuvo un impacto bajo en la recaudación fiscal. Sí generó en cambio, un gran estímulo para aumentar y diversificar la producción.

La rebaja de los derechos de exportación provocó el aumento automático de la recaudación de otros impuestos, como Ganancias y el impuesto al cheque, explica un estudio de FADA de noviembre de 2019. Esto mitigó el impacto fiscal de la medida. El Estado recuperó el 92,4% de la reducción de las retenciones al maíz a través de estos tributos, el 88,7% para el caso del trigo y el 51,3% para la soja. Y esto sin considerar el incremento de la producción.  

Fuente: FADA

Como consecuencia de la reducción de las retenciones, se produjeron más toneladas de trigo, maíz, girasol y maní; y menos la de soja. Esta política evidenció otro efecto nocivo de las retenciones: fueron un incentivo para la extensión el monocultivo de soja, la destrucción de pequeños productores y acumulación de poder económico. 

El estudio de FADA compara las campañas 2014/2015 y 2018/2019. En la primera, los derechos de exportación eran del 35% para soja, 23% para trigo y 20% para maíz. En la segunda, del 24,7% para soja, 6,7% para trigo y 6,7% para maíz. El área cultivada total aumentó en esos años en 2,4 millones de hectáreas y la producción total creció en 23 millones de toneladas, lo que significó un incremento en las exportaciones de 3.097 millones de dólares. La composición de esa producción, sin embargo, cambió sensiblemente entre estos años. La de maíz creció en 23,2 millones de toneladas, un 69% más; la de trigo en 7,7, un 68%más; la de girasol en 700.000 y la de maní en 300.000. Al mismo tiempo, la soja cayó en 6,4 millones de toneladas, un 11% menos que en 2014/2015.

Una política de desinversión

Los derechos de exportación son el impuesto menos federal: todo el país aporta al tesoro nacional, que gasta principalmente en la capital y el Gran Buenos Aires. Podemos decir que los productores del interior financian así los sueldos, el gasto corriente, los subsidios y las transferencias que están concentradas en el AMBA. Es, por supuesto, un impuesto no coparticipable. Las retenciones, a su vez, no hacen distinciones. Da lo mismo un productor de 20 hectáreas que un pool de siembra que maneja 30.000 hectáreas; es indistinto un productor que está cerca del puerto del que está alejado. Esto es así por el mecanismo de recaudación: en el caso de la soja, retiene un 33% del precio, lo que significa que el productor recibe un tercio menos que sus pares de los países vecinos, como Brasil o Uruguay. 

La presión tributaria calculada por FADA corresponde al promedio ponderado para los cultivos de soja, maíz, trigo y girasol, y abarca los impuestos nacionales, provinciales. Además de las retenciones, incluye el IVA, Ingresos Brutos, Ganancias, el impuesto al cheque y otros amigos locales como los impuestos inmobiliarios y las aduanas internas (obleas de transporte). Este artículo, sin embargo, no pretende enumerar los impuestos y generar un lamento. El objetivo es observar la imagen completa para poder tomar decisiones más de fondo y no solo de coyuntura.

La producción agropecuaria crea riqueza  y trabajo. A su vez, es una de las poquísimas actividades que genera dólares genuinos y tiene una balanza comercial favorable. Es un sector que produce excedentes y tiene capacidad de reinvertir. Por lo tanto, es una actividad que se debería potenciar. En Argentina, en cambio, castiga al campo con una presión tributaria asfixiante que fomenta la desinversión. La consecuencia es un crecimiento más lento del sector, pero también menor incorporación de tecnología, ahorro en la utilización de insumos, menor rotación y empobrecimiento del suelo. Todo esto se traduce en una producción menos sostenible, económica y ambientalmente.

Este efecto se extiende a las actividades relacionadas. Una menor tasa de inversión del sector significa menos ventas de maquinaria agrícola, de nuevas tecnologías y de fletes. Por lo tanto, menos empleo directo e indirecto, menor producción y, a la larga, menos recaudación. El ciclo se cierra con un círculo vicioso. Como el sector no invierte, crece menos y genera menor recaudación. Para incrementar la recaudación, por lo tanto, la única vía es aumentar la presión tributaria, que repercute en la inversión, la producción y la recaudación. Y así sucesivamente.

Bajar impuestos en Argentina suena irrisorio. Más en un contexto de crisis. Es una idea asociada con una mirada liberal, de achicar injustificadamente el Estado. Pero, como demuestra el caso de las retenciones, no toda reducción de impuestos afecta la recaudación del Estado. Y pueden tener efectos muy concretos en la economía. Por eso es imprescindible un análisis serio del sistema impositivo en su conjunto y replantear los incentivos y desincentivos que genera para la producción y la inversión.


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