El ideario libertario y el autodenominado anarco-capitalismo, le achaca al estado la responsabilidad de avasallar la libertad de las personas imponiéndoles, contra su voluntad, regulaciones “improcedentes” como, por ejemplo, la obligatoriedad de pagar impuestos o imponer sistemas jubilatorios solidarios. Estas y otras “imposiciones” deberían ser eliminadas y reemplazadas por la promesa fantasiosa de un mundo ideal en el que conviven individuos en pie de igualdad que practican una economía basada en el libre albedrío, sin interferencia del estado ni de regulación alguna que limite su accionar.
Un mundo irreal, cargado de promesas irrealizables que cautivan e hipnotizan a sus futuras víctimas como las serpientes antes de inocular su veneno.
Bien mirada las cosas, la figura idealizada del individuo-consumidor hiperpersonalizado, autosuficiente, con acceso pleno y efectivo al consumo de bienes y servicios tangibles (no solo virtuales) y convencido de que el curso de su vida no guarda relación alguna con la suerte que corra la sociedad (real) en la que vive, representa una minoría que puebla islas que crecen rodeadas del mar de infra-consumo en el que se sumergen los excluidos del sistema, en tanto la revolución digital que se desarrolla en el contexto del “capitalismo realmente existente”, con los abismos de una polarización que a nivel global tiende a crecer; por sí misma, no solo que no ha servido para evitar que se aumenten las desigualdades en todas sus escalas, a nivel global y hacia el interior de cada país, sino que tiene el efecto de acelerar, por la vía de la plena automatización, el reemplazo del trabajo humano vivo por la tecnología, convertida ahora (como lo observó premonitoriamente Marx) en fuerza productiva directa.
Claro está que el ideario ilusorio de los libertarios, y la idea fantasiosa de la posible existencia de un mercado sin estado, se conecta con las corrientes globales de la economía. Una ideología que representa el interés objetivo de fuerzas económicas mundializadas que en su derrotero, como consecuencia de su propio desarrollo inmanente, pujan por el debilitamiento, y aún por la disolución progresiva del orden público y del propio estado, un proceso frente al cual la condición del subdesarrollo que afecta a nuestros países acrecienta las dificultades, en tanto existe la presencia de una debilidad estructural que nos hace más vulnerables a las influencias y que urge revertir a partir de la recuperación efectiva del papel de la política y del estado como orientador de los destinos del país.
Estas fuerzas, si cabe el término, expresiones del capital “tecnológico-financiero”, nacidas en el corazón del sistema, propician eliminar todas las barreras regulatorias que se le interpongan en su camino y despliegan ciegamente su acción tanto en el mundo desarrollado como en el subdesarrollado. Son las fuerzas que le otorgan basamento en el plano ideológico, político y comunicacional, a la corriente que fue articulándose a nivel global, como el germen de una internacional: la llamada nueva derecha.
Así como el liberalismo o el neoliberalismo nunca pudieron plasmar, en forma pura, su ideario, simplemente por ser socialmente inaplicable, el anarco-capitalismo y el movimiento libertario como la manifestación renovada de aquellas ideologías, difícilmente pueda tener una suerte distinta; lo que no significa, ni mucho menos, que en el curso de su experimento – si es que, llegado el caso, llegan a la cúspide del gobierno e intentan llevar a la práctica alguna de las promesas con las que han cautivado a sus votantes obnubilados con falsas promesas fetichistas, como la dolarización – y tal como hoy lo advierten inclusive los representantes del establishment local que ayudaron a crear al “monstruo” que ahora también los amenaza, bien pueden provocar una nueva catástrofe económica y social en un país ya sumergido en una profunda crisis, como es el caso de la Argentina.
No es casual que la antipolítica, en cualquiera de sus versiones, se encarne en personajes por demás extravagantes. Si es verdad que encarna una corriente que puja por erosionar el orden público y las instituciones del estado, sus representantes, en su condición de tales, están compelidos a personificar en carne y hueso lo opuesto a los símbolos propios del orden existente que se cuestiona.
Y no solo eso, en sintonía con las lógicas de comunicación imperantes en las redes sociales, a romper de forma abierta y desafiante, con tintes de una rebeldía seudo adolescente, con los códigos y las tradiciones socialmente aceptadas que marcan nuestras reglas de convivencia, desbordando los diques de contención para que, en un contexto de crisis e incertidumbre en el que el individuo se siente amenazado, y que, por lo tanto, es inducido a actuar guiado más que por la razón, por sus emociones primarias – como las del miedo, la ira, el odio o la confianza ciega – emerjan conductas autodefensivas modeladas por reacciones que se activan como actos reflejos.
Parecería comprensible, entonces, que en una sociedad colmada por el hartazgo, y ante el retiro de buena parte de la política como portadora de espacios de contención y generadora de transformaciones que mejores las condiciones de vida reales de quienes claman por superar las miserias y las injusticias que los agobian, afloren las expresiones violentas de lo peor de nosotros mismos, las pulsiones de las fuerzas de lo “antisocial”, que hoy en la Argentina amenazan con provocar nuevas tempestades.
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