Una lección de la historia: cuando un país es rico en recursos naturales, los problemas llegan a corto o largo plazo. Kazajistán es el mayor productor de petróleo de Asia Central y tiene la decimosegunda reserva probada de crudo del mundo. También cuenta con yacimientos importantes de uranio, cobre y zinc. Está rodeado por Irán, China y Rusia. De hecho, comparte frontera con los dos últimos. Representa el 60% del PBI de Asia Central y está el corazón un tramo clave de la nueva ruta de la seda (oficialmente conocido como One belt, one road), el plan de infraestructura global de Pekín, ya que conecta a China con Oriente Medio. Kazajistán es, por lo tanto, un país con una importancia geoestratégica de primer orden. Muy superior a la de Argentina.
A pesar de su relevancia, Kazajistán suele estar ausente de los titulares de los grandes medios de comunicación extranjeros. A no ser que sucedan hechos impactantes. Es lo que pasó a partir del 2 de enero de este año. Una ola de protestas inundó las calles del país y fue respondida con una dura represión estatal, como no se veía hacía décadas en el país. El presidente, Kasim-Yomart Tokáyev, ordenó el viernes pasado “disparar sin previo aviso” contra los manifestantes. Las autoridades kazajas anunciaron este miércoles que la revuelta había sido aplacada y la situación estaba bajo control. El presidente designó un nuevo primer ministro —todo el gabinete había renunciado el 5 de enero y el país había quedado a cargo de un gobierno interino— y anunció el retiro de las tropas rusas. Las fuentes oficiales confirmaron 164 muertos y más de 10.000 detenidos.
El país contó con el respaldo de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), formada por Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán, Rusia y Tayikistán, que envió tropas para apoyar al gobierno kazajo. Rusia envió 3.800 efectivos mientras que el dictador bielorruso Aleksandr Lukashenko destinó aviones con personal armado a esta misión. Esta fue la primera intervención de la OTSC desde su creación en 1992.
El desencadenante de las protestas fue un aumento brusco del precio del gas licuado para el uso como combustible de los automóviles, pero el reclamo tenía un trasfondo social. Los manifestantes pedían cambios políticos profundos, como una mayor participación ciudadana, la limitación de los poderes del presidente y que no se persiga con violencia a los disidentes del gobierno.
Autocracia y recursos naturales
Kazajistán fue el último país que se independizó de la Unión Soviética, el 16 de diciembre de 1991. Desde esa fecha y durante 29 años tuvo un mismo presidente: Nursultán Nazarbáyev. El control de Nazarbáyev es todavía más extenso: desde 1984 había sido primer ministro de la República Soviética Socialista de Kazajistán. En 2019 fue reemplazado por Kasim-Yomart Tokáyev, pero Nazarbáyev siguió influyendo en la política del país. Hasta el 5 de enero de este año fue el presidente del Consejo de Seguridad Nacional, cargo al que renunció durante las protestas. Nazarbáyev fue nombrado en 2010 “líder de la nación, lo que le otorga imunidad. Su presencia es tan notoria que tras su renuncia a la presidencia, la capital del país, hasta entonces llamada Astaná, fue rebautizada con su nombre: Nursultán.
Aunque en Kazajistán se celebran elecciones, los resultados son los propios de países con democracias débiles. En las presidenciales de 2019, el partido oficialista, Nur Otan, obtuvo el 70% de los votos. Irónicamente, fue una elección más competitiva que la anterior. En 2015, Nazarbáyev había sido reelecto con más del 95% de los votos. Al igual que en todas las elecciones anteriores. ¿Acaricia la autocracia?
El régimen de Nazarbáyev y continuado Tokáyev se sostiene en las riquezas del país. Contra lo que podía esperarse, estos recursos no generaron un mayor bienestar y una apertura política, sino todo lo contrario. No hay una correlación entre recursos y bienestar ciudadano. Lo demuestra Kazajistán y también América Latina.
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