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Desde el comienzo de la pandemia se registraron más de 117.000 muertes por COVID-19. / argentina.gob.ar

La tendencia a efectuar algún tipo de balance a esta altura del año nos obliga a reconocer que, más que aprender las lecciones de la pandemia, lo que urge es una profunda crítica. Crítica de lo realizado —y lo no realizado— para abordar la crisis sanitaria que precede y excede a la pandemia. Reconocerla debería ser el portal hacia una reestructuración del sistema de salud en nuestro país.

El historiador alemán Reinhart Koselleck señaló la imbricación de los conceptos de crítica y crisis como procesos histórico-sociales en un libro de 1959 titulado, justamente, Crítica y crisis. La conjunción de ambos términos puede condensarse en la expresión de situación crítica, que asume un diagnóstico (crisis) como resultado de un examen (crítica). La acepción moderna de la palabra crisis proviene de la medicina griega. Krisis significaba discriminación, decisión o interpretación, pero para la medicina hipocrática el vocablo denotaba un cambio sufrido en el estado de un enfermo. En su tratado Acerca de las enfermedades, Tucídides afirmaba que “una crisis en las enfermedades es una exacerbación, un debilitamiento, una metaptosis en otra dolencia, o el fin”. Amerita precisar este concepto, ya que en Argentina no han faltado quienes se preguntan si padecemos una crisis de larga duración o una sostenida decadencia.

La clave pasa por un pensamiento crítico que indague sobre el nudo que genera los atolladeros que reverberan en múltiples males, para entonces pasar a una propuesta político transformadora que signifique, recién entonces, la dichosa oportunidad. Para graficarlo en lenguaje médico: pasar de los síntomas a la enfermedad, y de ahí a la cura.

Padecemos una crisis sanitaria desde hace décadas, porque los cuatro componentes del sistema —proveedor, financiador, prestador y usuario— no son conducidos por un ente coordinador con una gestión responsable. La pandemia puso nuevamente la crisis al descubierto, aunque se pretenda ocultarla aduciendo la dudosa ausencia del colapso. Si no colapsó —entendiendo el colapso como  un desborde desmedido en la atención de casos por COVID-19— podemos afirmar que la atención médica implosionó inadvertidamente.  Basta reparar en el número oficial de fallecidos por —o con— COVID-19 sumados a la incierta cantidad que padecieron y padecerán aún por la falta de atención de otras patologías.

Un debate pendiente

A finales de 2020, el oficialismo —o una de sus fracciones— agitó tímidamente una propuesta de reforma sanitaria que apuntaba a la integración de sus tres subsistemas: público, privado y obras sociales. El debate franco, sin embargo, brilló por su ausencia ante el ataque corporativo, la falta de cohesión del propio gobierno, la ausencia de interés de la oposición, la indiferencia de las instituciones médicas y el desconocimiento de la población. Desde luego que sería óptimo un gran acuerdo entre todos los sectores y actores, pero aun
presuponiendo la dificultad de ese encuentro, la pregunta persiste: ¿un acuerdo acerca de qué?

Todos reconocemos problemas puntuales, aunque amplios, como la fragmentación, la inequidad y la ineficiencia del sistema de salud. La cuestión pasa por efectuar la crítica y la autocrítica acerca del funcionamiento que produce esos problemas y no acerca del señalamiento de lo penoso de sus efectos.

Algunas diferenciaciones conceptuales pueden resultar útiles para precisar el rumbo: consensuar no es consentir y discutir no es dialogar, mucho menos implica un metálogo, donde todas las voces puedan expresar su punto de vista de una forma estructurada sobre un tema pertinente y con el objeto de extraer ideas superadoras para el conjunto.

Por otro lado, se requiere de comprender la particular configuración social pospandémica que arrastra transformaciones ya estructurales previas que aún no han sido satisfactoriamente digeridas por la dirigencia política. En lugar de pandemia se debiera hablar de sindemia, porque ello obliga a reconocer la complejidad que significa un fenómeno económico y cultural, además de médico, en un marco nacional y global de agudización de la desigualdad social. Lo cual no quita, desde luego, que el conocimiento epidemiológico deba ocupar un primer lugar, junto a saberes de múltiples disciplinas.

Entre los distintos aspectos que deben considerarse, mencionemos apenas la distinción entre comunidad y sociedad. Retomando una conceptualización originaria de la sociología de fines del siglo XIX, la comunidad es entendida como organismo viviente, como vínculo que sentimos y nos une, inmanente a toda agrupación humana. La sociedad sugiere un agregado mecánico, mediaciones de intercambio, interacción y contrato, propias de la modernidad capitalista. Abarcar ambas, pero sin confundirlas, resulta clave para aprovechar, por caso, las herramientas de la Inteligencia Artificial, sin resignar la dimensión singular y valorativa que acontece desde la asistencia médica personalizada hasta la proyección de superación nacional.

Una propuesta: la Red Sanitaria de Utilización Pública

La fragmentación como resultante de la dilución de responsabilidades debería subsanarse mediante una eficiente coordinación entre los cuatro componentes ya mencionados —proveedor, financiador, prestador y usuario— en una Red Sanitaria de Utilización Pública sin distinción de titularidad jurídica. Pero merece aclarar que la coordinación indispensable para optimizar los recursos múltiples —de formación profesional, infraestructura e insumos—dispersos en inconexas a la vez que superpuestas jurisdicciones políticas, regiones territoriales y niveles de cobertura, requiere una necesaria integración, pero que no implica fusión. La unidad público-privada significa interacción, es decir, complementariedad, intercambio, transparencia, regulación, pero no dilución de las titularidades ni prerrogativas básicas de cada sector.

Otro punto nodal lo constituye la interacción entre contenidos —conocimientos validados, pericia en su empleo, normas y procedimientos— y estructuras —gobernanza, responsabilidad, idoneidad— para conformar un Gabinete Estratégico de Gestión Operacional que que dependa de una Agencia Nacional de Políticas Sanitarias, que garantice la información confiable y la comunicación adecuada, y cuente con una Gerencia Pública Contable que transparente las partidas presupuestarias. Además de un registro de fallas y aciertos que posibiliten la evaluación y consiguiente evolución del tratamiento médico y de gestión.

Claro que para alcanzar este nivel de transformación institucional, debe realizarse al mismo
tiempo un proceso de modificación de pautas culturales de trabajo, incentivos profesionales, reformas educativas —sobre todo universitarias— y una interpelación cívica o ciudadana que no sólo acompañe, sino que impulse el cambio estructural. Y, desde luego, una conducción político estratégica firme a la vez que flexible. Esta sinergia es posible si se encauza con un acuerdo abierto, y no un pacto cerrado, que acompañe y dé forma a la transición.

El prerrequisito para empezar con semejante cambio es superar los obstáculos negacionistas, nihilistas, conformistas o egoístas que en la práctica reproducen el statu quo, porque no ven o no quieren ver la realidad de manera amplia. O que incluso cuando pretenden cambiar algo, pecan de desviacionismo o distorsión cognitiva, apuntando a expresiones parciales de una totalidad más vasta y compleja.


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