crecimiento
El debate en el Congreso del acuerdo con el FMI  mostrará cómo funciona la bi-coalición conservadora. / argentina.gob.ar

Ha recrudecido en estos días, a propósito de la negociación con el FMI, el uso de una chicana habitual: reprochar al contrario, sea la oposición o el gobierno, por desatender el crecimiento del país debido a cualquier gesto que haga o deje de hacer. 

Pareciera que el crecimiento es la medida de calidad sobre la que se determina la política económica (y social) cuando paradójicamente es lo que con toda evidencia falta en un país subdesarrollado que tiene límites netos en sus posibilidades de expansión establecidos por su precaria y deformada estructura productiva. Su invocación daría cuenta de una toma de conciencia por parte de la dirigencia, pero en realidad funciona solo como una apelación retórica, tan genérica como imprecisa.

Ahora, cuando se ha anunciado un principio de acuerdo con el FMI, el recurso se utiliza hasta el cansancio. Cuente usted, lector, la cantidad de veces que se apela a la palabra crecimiento y tendrá una idea del factor enmascarador que está funcionando.

El tratamiento del acuerdo con el FMI  en el Congreso Nacional, en marzo, con las sesiones ordinarias —una vez aprobado por el Directorio del organismo—, será una prueba del funcionamiento de lo que llamamos, todavía hipotéticamente, la BCC: bi-coalición conservadora, unida por la grieta. 

Como siempre, es conveniente separar y confrontar los dichos con los hechos. Néstor Kirchner decía: «Miren lo que hago, no lo que digo». Y en estos días asistimos a un vendaval de decires, tanto oficialistas como opositores, cuando lo que interesa es ver el real alineamiento de fuerzas: ¿tiene el kirchnerismo una apreciación diferente de sus propios números legislativos o está cacareando para poner el huevo en otro lado?

Confusiones conceptuales básicas

El reproche de no atender al crecimientoque frecuentemente se utiliza como sinónimo de desarrollo, confusión no inocente— se convierte así en un arma arrojadiza de uso banal sin que se advierta moderación alguna en sus usuarios. 

Es interesante desmenuzar el uso de esta denostación usual que no por genérica y superficial deja de hacer referencia a una necesidad del país que está estancado desde hace varios lustros. 

Abundemos: el uso sinonímico de las palabras crecimiento y desarrollo revela ignorancia o mala fe. También puede ser facilismo, pero eso cae, siendo benignos, en la primera categoría. Descartamos la picardía, porque se vuelve en contra del presunto pícaro. 

No se trata de una confusión ingenua como podría pensarse, puesto que va en ello el destino de la comunidad argentina. Si solo lográramos crecer —ya dijimos que eso tiene límites estructurales— podría ocurrir que no nos desarrolláramos, generando un país aún más desigual.

Apelar a (la falta de) crecimiento se hace habitualmente sin confrontación con políticas y resultados, porque no se trata de rendir cuentas o de señalar un sendero virtuoso, sino de establecer un discurso donde el otro quede disminuido. La eficacia es mínima, eso está claro, pero no por ello tal irresponsable y rutinaria manera de mirarse el ombligo deja de ser utilizada. Preste atención a los dichos de los protagonistas que más aparecen en la TV y lo verá. 

Empecemos por decir que no hay desarrollo si retenemos para este concepto polisémico la descripción clásica: un proceso de transformación social realizado deliberadamente para establecer condiciones estables y sucesivas de mejora de la calidad de vida para el conjunto de la población y crear oportunidades de inserción laboral y educativa con especial atención para los sectores más vulnerables. 

Lo que se registra, en cambio, es un rebote de diverso vigor según la rama que se trate al retomarse actividades que estaban paralizadas en alta proporción durante la pandemia. (El ministro Martín Guzmán habló propiamente de «recuperación»). Es un fenómeno absolutamente comprensible, y hasta inevitable, que en modo alguno autoriza la euforia con que tirios y troyanos han comenzado el minué de las candidaturas presidenciales para el año próximo. Muchachos: la emergencia continúa. 

Diríase que la oportunidad de fuga hacia un futuro imaginario y deseable, pero nada previsible, al mismo tiempo que seduce pone en ridículo irremediablemente a los danzantes. Huir hacia adelante es una característica notable de nuestra cultura política. Pésima, obviamente. 

En el eje del problema sobre la falaz apelación al crecimiento está concernida la epistemología del desarrollo. 

Si se supone, se confiese o no, que la actividad económica es el resultado natural de la acción más o menos espontánea de los actores de la economía —incluyendo, claro está, la creatividad de funcionarios ansiosos por establecer parámetros y regulaciones—, entramos en un terreno de insospechables derivaciones inútiles. Sin planificación no hay desarrollo. 

Conclusiones para orientarse

Si alcanzara con crecer no habría que hacer mucho: bastaría con establecer administraciones honestas y proporcionales, regular lo mínimo y confiar en el talento y esfuerzo creador de los particulares para que todo se encausara virtuosamente. 

Esta idealización, muy en boga en los espíritus que depositan su fe en el progreso bajo el lema de «conmigo no se metan», es mucho más que una ingenuidad o una estupidez, es una forma de enajenación. 

En una portentosa investigación, tan minuciosa como aburrida, el famoso economista francés Thomas Piketty describe que en Francia, en el contexto de una formidable concentración de la riqueza que aconteció durante todo el siglo XIX hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, las argumentaciones ideológicas para justificar la desigualdad planteaban que todo el orden social dependía de que no se establecieran impuestos progresivos sobre la renta y las herencias. Era el reflejo de una sacralización de la propiedad privada que ha vuelto con fuerza en nuestros días, cuando ha transcurrido un siglo de experiencias universales que convierten esta repetición en una suerte de farsa anacrónica. 

De hecho, estudiando las trasmisiones hereditarias, Piketty sorprende demostrando que en la Belle Époque (1971-1914) el núcleo social más encumbrado en Francia no tenía como componente principal de su riqueza propiedades inmobiliarias y rurales, sino títulos, acciones, valores y otros instrumentos abstractos del capital. 

Llevado a nuestra realidad, asumamos que no hemos ingresado aún en el capitalismo avanzado, a  pesar del dominio que la esfera financiera ejerce sobre la producción, capturada la renta por un Estado funcional al mantenimiento de un estado de cosas que no solo no nos permite desarrollarnos, sino que hace del propio crecimiento una apelación retórica que nunca termina de encadenarse hacia otro estado de la generación de trabajo y bienestar abarcando al conjunto social. 

Por otra parte, para dejarlo apuntado, cuando a fines de los cincuenta del siglo pasado Frondizi y Frigerio se referían al papel orientador del Estado, no existía la extraordinaria burocratización registrada en las seis décadas siguientes. Los focos de ineficiencia estaban concentrados en las empresas estatales y con una vigorosa expansión del sector privado fue posible transferir cerca de un cuarto de millón de empleos sólo por el atractivo de mejores sueldos y condiciones de labor. 

Hoy el desafío es de otra magnitud. Hay que ampliar el mercado de trabajo para la masa de población que sufre privaciones de distinto grado simbolizadas por el porcentaje de pobreza, arriba del 40%. 

Para eso, todo crecimiento (de lo establecido) es poco. 


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