Los países necesitan mitos fundacionales y Argentina no es la excepción. ¿Cómo está construida la identidad colectiva nacional? Con base en la confrontación: ese es el elemento común a lo largo de nuestra historia. Es como si al presentarnos dijéramos: «Hola, yo no soy vos». En lugar de: «Hola, soy yo».
Es el modelo de la grieta. La grieta da forma a los pensamientos y las actitudes políticas. División, enfrentamiento y conflicto. Todo con una cuota de violencia que a veces traspasa la barrera de las ideas y llega a lo físico.
La fragmentación es un elemento constitutivo de la identidad argentina. Desde las tensiones entre unitarios y federales, hechas carne en los dirigentes de la etapa fundacional del país, como Juan Manuel de Rosas, Justo José de Urquiza, Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento. La grieta tuvo distintas expresiones en la historia: liberales y proteccionistas, peronistas y antiperonistas, azules y colorados. La última es la de kirchneristas y antikas. Pero la confrontación exacerbada va más allá del mundo de la política. Es evidente en el fútbol y también en la música. ¿Quién no recuerda el desprecio mutuo entre los fans de Soda Stereo y los Redonditos de Ricota?
La lógica amigo enemigo
Dos siglos de historia argentina refrendan la teoría política de Carl Schmitt. «La distinción política específica, aquella a la que pueden reducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo», sostiene el filósofo alemán en su libro El concepto de lo político (1932). Schmitt plantea que el propósito político final es eliminar al enemigo, incluso en términos materiales. Cosa que Argentina ocurrió. Varias décadas más después de la publicación del libro, la politóloga francesa Chantall Mouffe releyó a Schmitt y matizó a la teoría. Mouffe incorporó elementos institucionales, convirtió el «enemigo» en «adversario» y transformó la «eliminación material» en «eliminación política». Pero eliminación al fin.
Es el fundamento teórico de la grieta. No es un error. Tampoco una la falta de capacidad para generar consensos. Es una forma de hacer política. Pero la grieta es un problema porque destruye la solidez de las políticas públicas. Y es la responsable de impedir que Argentina cuente con políticas elaboradas de manera plural.
La consecuencia de este sistema es que el país cambia cada cuatro u ocho años la política económica, la política social, la política cambiaria y otras tantas que definen —o deberían definir— el rumbo del país. De este modo, Argentina se convierte en un país inestable y nada atractivo para las inversiones productivas. ¿Quién se anima a invertir en un país cuyas reglas de juego cambian permanentemente?
El desenlace es por todos conocido: bajo nivel de crecimiento y aumento del desempleo, la pobreza y la desigualdad.
Un cambio virtuoso
Existe una alternativa. Cuando las políticas públicas se construyen de manera plural, perduran en el tiempo. Es decir, si el presidente convoca a sus adversarios, a los especialistas, a los interesados y afectados por el tema, es más probable que cuando alguno de ellos llegue al poder, mantenga la idea que fue elaborada en conjunto.
Los países que trabajan de este modo ganan estabilidad fruto de la continuidad de sus políticas públicas. Y ofrecen al sector privado tierra fértil para invertir y generar de fuentes de trabajo genuino. Así los países se desarrollan.
Cambiar la cultura de la grieta es un desafío enorme y el sector público debe afrontarlo de manera urgente. Para hacerlo, el Estado tiene que generar espacios institucionales de relacionamiento y usinas de producción de políticas públicas. Dispositivos para construir consensos que trasciendan a los gobiernos de turno y doten al país de reglas de juego estables y promuevan el bien común de manera sostenida.
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